Más allá de los episodios actuales
más llamativos dentro y fuera de Europa, sea la victoria del Brexit
en Reino Unido, sean las políticas groseramente xenófobas de Trump
en EEUU, sea la deriva extremista de Erdogan en Turquía, los números
en Europa cantan: en la mitad de los países europeos movimientos o
partidos de extrema derecha (cuando no abiertamente fascistas,
neonazis o filonazis) tienen presencia significativa en las
instituciones a nivel estatal, federal o regional y/o local. E
igualmente significativo es que, prácticamente en todos los casos,
su ascenso se ha venido produciendo desde los primeros años de este
siglo XXI (aunque ya desde los años 80 empezaron a despuntar en
algunos países). Poco a poco el virus ideológico de la derecha más
radical y extrema se ha ido contagiando y extendiendo por buena parte
de Europa y cada vez es más visible.
Un
recorrido atento por los parlamentos de los países europeos pone
bien de manifiesto cómo la extrema derecha cada vez está más
presente. En 25 de los 37 países más relevantes de Europa
(excluyendo a los pequeños Estados -Andorra, la Ciudad del Vaticano,
San Marino, etc.-) hay actualmente partidos de extrema derecha en sus
Cámaras de representación en algún nivel de la administración.
Ocurre en 12 de los 19 países del Este durante la guerra fría bajo
control de la Unión Soviética, y en 13 de los 18 de los países
occidentales.
Y ocurre de la misma manera en países europeos que lucharon en uno u
otro bando durante la Segunda Guerra Mundial.
Al
menos son dos las características básicas que comparten y que
permiten identificarlos como movimientos de extrema derecha: son
partidos o movimientos tradicionalistas (ultraconservadores) e
identitarios. Por identitarios, son ultranacionalistas y, por ello
mismo, xenófobos y opuestos a toda inmigración o acogida de
refugiados. Los hay antisemitas, antigitanos, islamófobos, etc. En
los casos menos beligerantes, son asimilacionistas y etnocentristas
(eufemismos para disfrazar su xenofobia). Por tradicionalistas,
defienden la moral y las prácticas sociales más conservadoras.
Suelen defender un cristianismo integrista contrario a cualquier
forma de familia, sexualidad y de reproducción distinta a la
tradicional. La islamofobia, la homofobia, el rechazo a la laicidad,
el lenguaje agresivo, las actitudes violentas (y en algún caso el
uso de la violencia misma), etc. forman parte de su repertorio
ideológico. En ambos casos, pues, son activamente contrarios a la
igualdad de derechos de los seres humanos y activamente promueven la
expulsión, la exclusión o el rechazo de quienes consideran
distintos (y en los casos más extremos de supremacismo, inferiores).
Su
presencia en los parlamentos democráticos evidentemente no significa
que sean demócratas, sino que utilizan y colonizan el sistema
democrático y las instituciones para acceder a distintos grados de
poder e influencia con el fin de poner en práctica su ideología.
Pero esta extrema derecha estrictamente antidemocrática tienen
votantes. Se puede decir que cada vez más votantes en más lugares,
nutriéndose con los votos de los nostálgicos, pero también de los
trabajadores precarizados, de los que más sufren los recortes, de
las víctimas de la globalización, de abstencionistas antisistema.
Jean-Luc
Mélenchon decía que los
pobres no votan, pero cada
vez es más evidente que una parte de esos pobres que no votaban y
los empobrecidos por la crisis han encontrado refugio en los relatos
agresivos de la extrema derecha.
2. ETIOLOGÍA.
En
1848 Marx y Engels cerraban el Manifiesto
Comunista
con las mismas palabra que se abría el número 1 de la Revista
Comunista unos meses antes: ¡proletarios
de todos los países, uníos!
(Proletarier
aller Länder, vereinigt euch!). Parece que 169 años después aquel
lema revolucionario se hubiera transformado en su radical opuesto:
neocapitalistas del mundo, uníos. Porque eso está siendo la
globalización que de hecho elimina fronteras de todo tipo
(espaciales, temporales, ideológicas, económicas, políticas,
etc.): la condición de posibilidad del neocapitalismo (del
neoliberalismo, del ultraliberalismo) que no acepta ni respeta más
soberanía que la del libre mercado.
Este neoliberalismo globalizado,
precarizando las condiciones laborales, deslocalizando producción e
impuestos, devaluando salarios, etc. sin duda genera riqueza para
unos pocos, pero a la vez provoca en la mayoría pobreza y más
desigualdad, y va dejando víctimas por el camino: los que han
perdido el nivel de vida que tuvieron, los trabajadores cuyo salario
no cubre sus necesidades (el precariado,
el pobretariado),
los que no pueden ni siquiera incorporarse al sistema, los que se han
quedado sin nada (y nada tienen que perder).
Los partidos de centro y de la derecha
democrática tradicionales (liberales y conservadores), como los
partidos convencionales de izquierda democrática (socialdemócratas
y socialistas) no han sabido encontrar fórmulas adecuada para
atender y defender a los excluidos del sistema, y, por ello, son
vistos como parte (si no cómplices) del propio sistema depredador.
El descrédito de la política y de los políticos al uso y los
discursos salvapatrias
de las ultraderechas han ido calando en una parte de quienes se
sienten agredidos por ese sistema y defraudados por los partidos
convencionales a los que votaban.
La rendición de Alemania el 7 de mayo
de 1945 puso fin en Europa a la Segunda Guerra Mundial. La victoria
de los aliados sobre el fascismo y el nazismo dio lugar a un nuevo
mapa geopolítico e ideológico en una Europa que abominaba de ambas
ideologías y de sus crímenes.
La reconstrucción de la Europa
occidental de posguerra se hizo con dinero de Estados Unidos (los
12 mil millones de dólares del ERP -European
Recovery Program,
el Plan Marshall- entre
1948 y 1951) y, en la mayoría de los países, con abundante y barata
mano de obra procedente de sus antiguas colonias del Norte de África
y de Turquía (y ya en los años 60 de Portugal, España e Italia).
Muchos volvieron a sus países de origen. Muchos se establecieron en
el país de acogida y hoy viven en él sus descendientes de segunda o
tercera generación teóricamente como ciudadanos de pleno derecho.
Muchos se integraron en la cultura de acogida. Muchos, sin embargo,
siguen sintiéndose extranjeros en su propio país y se aferran a su
cultura de origen (frecuentemente desconocida y mitificada). Para
éstos, la promesa de igualdad y bienestar no se ha cumplido, lo
mismo que para los ciudadanos de aquellos países comunistas del Este
de Europa (Polonia, Hungría, etc.), que, tras el derrumbe de la
Unión Soviética, han llegado a la Europa del bienestar precisamente
cuando se está desmantelando.
Aquellas ideologías abominadas
renacen en Europa setenta y dos años después del final de la
Segunda Guerra en movimientos y partidos abierta o encubiertamente
fascistas (supremacistas, ultranacionalistas, xenófobos, etc.) que
rechazan a quien no se ajusta a su canon nacional por origen, por
religión, por cultura o por ideología, incluidos los compatriotas
descendientes de aquellos migrantes. El lema Los
x primero (sea x españoles,
franceses, belgas, holandeses, alemanes, etc.) ya se oye en toda
Europa. Tanto más se oye, cuanto mayor es la presencia de migrantes
sin papeles,
a quienes interesadamente se culpabiliza de la precariedad laboral de
los nacionales. Y es especialmente llamativo el caso de Alemania: de
nuevo reunificada, saltan por los aires los intentos de asumir
moralmente su pasado cruel (el patriotismo
constitucional de Habermas,
por ejemplo) a la vez que crece en los ultraderechistas el
sentimiento de La Gran Alemania (y quizá el resentimiento por las
derrotas).
En abril de 1979, tras el triunfo de
la revolución inspirada por el Ayatollah
Jomeini, se proclamó La República Islámica de Irán, un régimen
republicano pero tan teocrático como las monarquías teocráticas
islámicas tradicionales (Arabia Saudí, Emiratos, Kuwait, etc.) que
ha servido de modelo a las otras cuatro repúblicas islámicas
oficialmente reconocidas (Afganistán, Gambia, Mauritania y
Paquistán) y, en parte, al fundamentalismo islamista defensor de la
yihad ofensiva de
una parte del salafismo (propio de Al
Qaeda y desde 2014 del
autoproclamado Califato del
Estado islámico de Irak y el Levante),
que entiende como obligación la lucha activa contra los infieles
(los no islámicos, las sociedades occidentales secularizadas) y los
apóstatas (los islámicos contaminados por la secularización
occidental).
Una parte de los europeos
descendientes de padres o abuelos islámicos que no se reconocen (y a
veces no son reconocidos) como ciudadanos, lo mismo que una parte de
los nuevos migrantes, encuentran refugio identitario en los
llamamientos a la yihad.
Los atentados terroristas al grito de Alá
es Grande sin duda
alimentan el miedo de los europeos y dan alas a los discursos
xenófobos y votos a la ultraderecha.
La incapacidad de los partidos
democráticos convencionales para dar cobijo a las víctimas que va
dejando la expansión del neoliberalismo global; el olvido del horror
que supusieron para Europa el fascismo y el nazismo; y el temor de
una parte de los ciudadanos europeos a los movimientos migratorios
masivos hacia Europa, y a la radicalización de algunos descendientes
de emigrantes y de los nuevos migrantes que, no reconociendo como
propios ni la cultura ni el país de acogida, encuentran identidad en
sus orígenes religioso-culturales islámicos, son tres de las causas
fundamentales del ascenso de la extrema derecha.
3. PROFILAXIS.
¿Qué
hacer para prevenir la expansión de la extrema derecha, qué para
protegernos de la infección? Desde luego la solución no puede estar
en la derechización de los partidos tradicionales de derecha, de
centro o de izquierda que poco a poco parece que van asumiendo parte
del relato de la extrema derecha buscando recuperar el voto que han
perdido y mantener el que aún pudieran perder; ni en un populismo
que se nutre demagógicamente del dolor y del desamparo.
Probablemente
la primera medida profiláctica debería ser la reivindicación de la
dignidad humana que nos exige a todos tratar y ser tratados como
humanos, sea cual sea la condición de cada uno. No desde el
buenismo,
sino desde la reivindicación política de la igualdad de derechos
como fundamento de las relaciones entre humanos y de la construcción
de lo común (lo comunitario, lo que es de todos) frente a la
primacía del individualismo, la competitividad y la desigualdad
neoliberal.
Igualdad de derechos que debería
sustanciarse profilácticamente mediante el poder redistribuidor de
los Estados (y de la propia Unión Europea) entendiendo la política
como reparación de daños y desigualdades, esto es, recuperando el
poder político regulador que los poderes económicos se han
apropiado al imponer las reglas del mercado como único criterio de
organización social.
La tercera profilaxis, en fin, debería
consistir en identificar a los verdaderos culpables de la
precariedad, el miedo y la desafección. No es el culpable quien está
dispuesto a dejarse explotar, sino el explotador, ni es culpable el
que tiene miedo, sino quien atemoriza. Que el explotado proyecte su
ira contra el más explotado y no contra el explotador da ventaja al
sistema depredador y argumentos a los ideólogos de la
discriminación.
Sea
con estas o con otras medidas, es urgente poner freno a la
ultraderecha para recuperar la salud política y social de Europa. Si
la ultraderecha alcanzara sus objetivos volverían a estar en peligro
la libertad y la integridad moral y física de los europeos.
* Publicado en Crónica Popular. 06.02.2017
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