domingo, 31 de mayo de 2020

EL MAYOR PELIGRO * **

Creíamos que el mayor peligro para la estabilidad del Estado y de la sociedad misma era el reto soberanista de los partidos independentistas catalanes que sometieron —y siguen intentando someter— a un tremendo estrés al Estado desobedeciendo la ley, declarando unilateralmente la independencia, —aunque solo simbólicamente— y promoviendo Instituciones propias paralelas.

Sabemos ahora que no, que no era ese el mayor peligro. Tampoco lo es el COVID-19, que pone en serio riesgo la salud y la vida de los ciudadanos; que además tendrá —que está teniendo ya— gravísimas consecuencias en la economía doméstica, en el comercio, en la industria y en las cuentas soberanas, pero que no pone en riesgo el ser propio del Estado. Al contrario: ante la pandemia el Estado se ha puesto en primera línea utilizando un mecanismo de excepción, como es su deber.

El peligro más grave para la estabilidad del Estado y de la sociedad misma, y para el sistema democrático es la crispación, el ruido antipolítico de los insultos, de las acusaciones no justificadas, del permanente anuncio del apocalipsis, de la deslegitimación sí o sí del gobierno democráticamente constituido.

Me equivoque o no, sinceramente creo que esta estrategia dañina de crispación la inició aquel Aznar de “la derecha sin complejos” que le llevó al gobierno. Pero, visto desde hoy, aquello casi es una broma si lo comparamos con el grado de crispación y ruido antipolítico actuales: cada sesión de control en el Parlamento se convierte en un ejercicio de caza mayor compitiendo a ver quién cobra la mayor y mejor pieza —que llenará titulares en los medios y en las redes— para satisfacción de sus respectivos hooligan.

Lamentablemente no cabe esperar que cese la crispación, sino al contrario, cabe temer que vaya en aumento mientras les siga aportando beneficios electorales. Sería necesario que los partidos acordaran un cese de hostilidades y respetar democráticamente al adversario. Pero no va a ocurrir.

domingo, 24 de mayo de 2020

ONDEANDO BANDERAS "NACIONALES"


Vox se manifiesta en coche por las calles, ondeando banderas nacionales. Los vecinos de algunos barrios pudientes —y otros que desearían ser/vivir como esos— se manifiestan aporreando cacerolas desde los balcones o en las calles. Insensatamente, piden la dimisión del gobierno que, afortunadamente, por pura responsabilidad, no debería dimitir.

Tienen derecho a manifestarse, sin duda. Se lo reconoce la Constitución que aborrecían en el año 78 y ahora dicen defender con furor. Pero nadie duda de que, si pudieran, mañana mismo la cambiarían por aquel Fuero de los españoles de la dictadura. Esa España una, no unida, una, la misma para todos si es la suya, la nacionalcatólica, la del ordeno y mando. Esa España grande, la que añora el Imperio perdido, la que expulsa a los moros y a los judíos. Esa España libre. Libre de quienes no piensan como ellos, libres de demócratas, de progresistas, de socialistas, de comunistas, de ateos… de todo eso que llaman rojos.

La España azul de la camisa falangista, más pardo que el azul de la que casualmente llevaba puesta Abascal, las mangas remangadas, el lazo de crespón negro y bandera. La máscara verde/militar/guardiacivil con banderita.

Espero que el gobierno se dedique a lo que se tiene que dedicar: a seguir tomando medidas para controlar la pandemia y asegurar todo lo posible la salud de todos. Y a no entrar, como efectivamente está haciendo, en ese juego provocador de la derecha pendenciera: ni un reproche, ni un comentario de censura. Al contrario, encuadrar las manifestaciones en el ejercicio de los derechos, en la normalidad democrática, en la expresión de unas ideas que son parte —solo parte— de la voluntad general que se expresa en las urnas.

Y como unidad no es ni unanimidad ni uniformidad como creen estos de las cacerolas, haría bien el gobierno de coalición en hacer más visible lo que les une, más allá de las diferencias que pudieran tener, porque este virus ha contaminado tanto la realidad que ahora mismo la política no puede sino hacerle frente, incluso posponiendo los objetivos programáticos.

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miércoles, 20 de mayo de 2020

EL RUIDO HUECO DE LAS CACEROLAS


La bronca, la crispación y el ruido forman parte de la estrategia de las derechas, de la que está en vías de extremarse y de la ya extremada. El PP la viene utilizando desde hace años, cada vez que pierde las elecciones y, consecuentemente, el poder. Para la otra, simplemente es lo que sabe hacer. Como estrategia política —antipolítica, debería decir— es bastante tosca, pero lamentablemente les ha dado resultado.

Se desacredita, se insulta, se anuncian apocalipsis, se acusa de lo más abominable, se fomentan o se inventan bulos, etc. todo en un grito disfrazado de patriotismo —de patrioterismo, debería decir— y envueltos en la bandera, como si fuera la capa del Capitán Trueno.

Su nicho ecológico está en la “prensa amiga”, en las tertulias de las televisiones —el vocerío de las televisiones, debería decir—, participando igualmente de la misma estrategia. Y en vecinos adinerados de ciertas calles chic y en otros de otras que no pasan de inquebrantables aspirantes, ahora convocados a manifestarse aporreando cacerolas, saltándose las normas higiénicas —aún más higiénicas en este caso— de distanciamiento social, para pedir la dimisión de Sánchez y sus ministros. Ya no aplauden a los sanitarios que se siguen jugando la vida y que ven asombrados cómo estos y otros se saltan las normas. El aplauso no crispa, así que no vale. Ruido, no solo de las cacerolas, que suena a hueco.

Propongo que cuando oigamos las cacerolas, salgamos a las ventanas y a los balcones con banderas —una sábana, una camiseta, un paño— blancas o verdes —como las batas de los sanitarios—, sin hacer ruido, sin decir ni una palabra, solo haciendo visibles nuestro apoyo a los que se juegan la vida para cuidarnos y nuestro rechazo a quienes quieren crispar y crisparnos.

Son las nueve de la noche. Sé que lo que se oye es el sonido hueco de las cacerolas, pero a mí me suenan como tambores de guerra.

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domingo, 17 de mayo de 2020

SIN SÍNTOMAS, SIN MASCARILLA, SIN CIVISMO * **


Se sabe que las mascarillas quirúrgicas no evitan que quien las lleva se pueda contagiar del virus, lo que evita es que su portador pueda contagiar a otros en caso de estar infectado. O sea, que no se llevan para protegerse uno mismo, sino para proteger a los demás.

Se sabe, además, que hay personas infectadas por el virus, pero asintomáticas, de manera que, salvo que se hayan hecho los test de detección, no saben que lo están. Y se sabe que los infectados asintomáticos pueden contagiar a otros el virus, sin ser conscientes de ello.

No llevar mascarilla quirúrgica y no saber si se es portador del virus por ser asintomático evidentemente pone en peligro la salud de los demás. O puede ponerla. Mientras el virus esté circulando cualquiera puede ser infectado y cualquiera puede infectar si no se toman las debidas precauciones.

Procuro salir a caminar todos los días en el horario establecido y procuro ir por calles poco transitadas y apartarme lo más posible cuando me cruzo con alguien. No tengo ninguno de los síntomas que se relacionan con la covid-19, pero no me he hecho un test de detección, así que no sé —no puedo saber— si estoy infectado o no. Razón suficiente para salir siempre con la mascarilla puesta, aunque no sea obligatorio en espacios abiertos.

No llevo la cuenta, pero mi impresión es que al menos la mitad de las personas con las que me cruzo, sean de la edad que sean —o que me adelantan, andando o corriendo—, no llevan mascarilla y no es raro que no hagan gesto alguno de apartarse. Quizá alguno sepa a ciencia cierta que no es portador o que ya tiene anticuerpos, pero probablemente la mayoría de esos que van a cara descubierta no lo saben. Y quizá alguno de esos ignorantes, sea portador.

La pandemia ha provocado mucha solidaridad y mucha empatía, de muchísima gente, pero igualmente está dejando ver la mala educación y el escaso civismo de quienes se saltan las normas o las recomendaciones sin importarles que pueden estar poniendo en riesgo la salud de otros.

* Publicado en elperiodico.com. Entre Todos. 11.06.2020
https://www.elperiodico.com/es/entre-todos/participacion/no-llevar-mascarilla-es-una-muestra-de-mala-educacion-e-incivismo-200998

** Publicado un extracto en la edición en papel de El Periódico. 12.06.2020. 

sábado, 16 de mayo de 2020

APORREANDO CACEROLAS *


En los primeros años ochenta del siglo pasado, con la carrera recién terminada, empecé a dar clase en un centro privado de la calle Núñez de Balboa de Madrid, la misma calle donde ahora se manifiestan los de las cacerolas envueltos en la bandera, la misma en la que estaba la sede de Fuerza Nueva, el partido de extrema derecha de entonces, liderado por Blas Piñar, Diputado Nacional.

Lo primero que vi el día que me incorporé al trabajo fue una pintada en la fachada de granito: “enseñanza roja, no”. Y no hacía falta especular mucho para suponer quiénes pudieron ser sus autores. Pese a todo, seguramente por su cercanía —y porque era un centro privado, caro, de cierto lujo— había matriculados todos los años un buen puñado de alumnos y alumnas que cada 20 de noviembre aparecían uniformados con su camisa azul falangista y su boina roja, desfilaban calle arriba cantando el “cara al sol” y declaraban la cercana calle Goya “zona nacional”. En febrero de 1981, durante la tarde del golpe de Tejero —y quién sabe quiénes más en la sombra— algunos de esos nos señalaron con el dedo a los profesores y nos advirtieron: “estáis en las listas”. Y sabíamos a qué se referían. Fracasado el golpe, alguno de ellos —sobrino de un ministro de la época— anuló su matrícula, valientemente, y no lo volvimos a ver.

Reunido con la madre de dos hermanos en mi hora de tutoría, me decía muy acalorada que siempre advertía a su hijo —“la niña me preocupa menos”, decía— que se tenía que esforzar porque, si no, “los de abajo nos van a pisar”. Sinceramente debo decir que yo no estaba entendiendo nada de nada —¿los de abajo? ¿Los vecinos del piso de abajo?— hasta que me lo aclaró ella: “la gente, la gentuza” y supongo que yo mismo era parte de esa gentuza para ella.

Estos mismos o sus clones actuales son los que se están manifestando aporreando las cacerolas, saltándose las normas sanitarias de distanciamiento, pidiendo grotescamente la dimisión del gobierno, porque, afortunadamente, no pueden hacer otra cosa.


viernes, 15 de mayo de 2020

LO QUE TEMEN ES QUE LO HAGAN BIEN *


El mayor temor que tiene hoy la derecha —la cobarde y la hiperventilada— no es la extensión del virus y los letales efectos sanitarios de la pandemia, ni el empeoramiento de todos los índices macro y microeconómicos, ni el desempleo, ni las dificultades de las pequeñas empresas —o sea, de la mayoría— para sobrevivir, ni el endeudamiento soberano. El mayor temor, sin duda, es que el gobierno de Sánchez y sus coaligados lo haga bien.

La derecha —la que monta a caballo y la pedestre— no soporta que Sánchez ganara la moción de censura con el apoyo de “comunistas y separatistas”, ni soporta que el PSOE ganara las elecciones, ni soporta que haya podido formar gobierno en coalición con Unidas Podemos, apoyado en el Congreso por aquellos mismos que le auparon al gobierno.

Para esta derecha de las cacerolas, que ya no aplaude a las ocho y se manifiesta codo con codo a las nueve contagiándose la euforia de sus deseos —esperemos que solo la euforia y no el virus—, sería absolutamente insoportable que este gobierno “social-comunista-bolivariano” como lo llaman, enfrentándose a las cuatro crisis —la sanitaria, la económica, la social y la territorial— las resolviese con solvencia.

La derecha de toda la vida, la neoconservadora y la extremada, siempre ha tenido un sentimiento patrimonial del poder político, como si les perteneciera por naturaleza porque ellos, y solo ellos, son los verdaderos españoles. Puso en duda la victoria de González en el 93, cuando ya se veían ganadores y perdieron —Arenas habló incluso de pucherazo—; puso en duda la de Zapatero en el 2004, que según estos habría ganado gracias a los terroristas, manipulando los sentimientos —Acebes habló de que habían ganado las elecciones “con manipulaciones” y Zaplana achacó la derrota a un atentado “teledirigido”—; y de nuevo puso en duda la legitimidad de la moción de censura que llevó a Sánchez a la presidencia y las dos victorias electorales en 2019 —Casado le acusó de traicionar a “todos y a todo", de dejar el gobierno “en manos de terroristas y golpistas”, de “desmantelar el Estado”. Abascal, más franco, directamente le acusó de “presidir un gobierno ilegítimo”.

Seguro que el gobierno ha cometido y cometerá errores en esta crisis, como seguro que ha tenido y tendrá aciertos. Tan seguro como probable es que otro gobierno cualquiera habría cometido los mismos u otros errores y aciertos. No creo que ningún gobierno, ni de aquí ni de otro país —incluidos los que han tenido más éxito—, estuviera preparado de antemano para enfrentarse y resolver esta pandemia, que lo es por ser mundial. No es casual que los países donde más ha dañado el virus hayan tomado decisiones similares —movilización de los sistemas de salud, confinamiento de los ciudadanos, cierre de comercios, paralización de parte de la industria, desinfección de instalaciones, cierra de fronteras, etc. con mayor o menor intensidad.

¿Habría hecho esta derecha —la genovesa y la recién llegada— algo muy distinto? ¿Quizá habría seguido el ejemplo de Donald Trump o de Boris Johnson? ¿Quizá hubiera aplicado la App surcoreana para geolocalizar por el móvil y las tarjetas de crédito los incumplimientos de la cuarentena? Nunca se sabrá, claro está. De momento, lo que sabemos es que la advenediza ha votado en contra del estado de alarma en todos los casos y la de la FAES votará en contra a partir de ahora porque, como advirtió Casado, “hasta aquí hemos llegado”. Como si sus verdaderas intenciones —echar a Sánchez y a los comunistas— no se les notaran.


domingo, 10 de mayo de 2020

LA PANDEMIA, OBJETO DE LA FILOSOFÍA *

Agamben, Han, Zizek, Gabriel, Sloterdijk y Sandel
Pasados los cincuenta días de estado de alarma y confinamiento, se empieza a hablar de la nueva normalidad y se nos avisa de que nada volverá a ser igual y, en consecuencia, de que habrá que reorganizar el modo de vida que hasta ahora hemos tenido.
Los filósofos y sociólogos más mediáticos, Giorgio Agamben, Byung-Chul Han, Slavoj Žižek, Marcus Gabriel, Peter Sloterdijk, M.J. Sandel, etc. ya han escrito sus reflexiones y previsiones sobre la pandemia. Hasta el Papa Francisco se ha pronunciado.
El más tempranero fue Agamben, que a finales de febrero publicó La Invención de una Epidemia, para denunciar “las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus”, advirtiendo un mes más tarde —cuando la epidemia en Italia ya era innegable— que “vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad a las llamadas `razones de seguridad` y, por lo tanto, se ha condenado a vivir en un estado perenne de miedo e inseguridad”. Otra demostración de vida nuda y de la excepción decretada por el poder soberano hecha regla.
Criticando la inutilidad de volver en Europa a potenciar ese poder soberano que cierra fronteras, Han reivindica el uso masivo de los big-data, como se ha hecho —y se sigue haciendo— en Asia, para combatir eficazmente el virus; Europa está fracasando, dice, porque los europeos se resisten a ceder sus datos personales —o que sean monitorizados— por el fuerte arraigo de las ideas de privacidad, intimidad e individualidad que no existe en las culturas asiáticas. El virus no vencerá al capitalismo y, probablemente, China exportará su modelo policial-digital.
Desde las antíopodas ideológicas de Han, Žižek, ya tiene libro completo, Pan(dem)ic! [entiéndase simultaneamente Pandemic y Panic —que en castellano se ha quedado en un escueto Pandemia—], que desarrolla un artículo donde presentaba la pandemia como un golpe al capitalismo que nos obligará a “reinventar el comunismo basado en la confianza de las personas”; y que intenta dar respuesta dos preguntas fundamentales: ¿Cómo va a cambiar la pandemia no ya nuestras vidas sino la sociedad entera? y ¿Qué forma de organización social sustituirá al Nuevo Orden Mundial liberal-capitalista? Y esa es su respuesta: “o barbarie o alguna forma de comunismo reinventado”.
“No necesitamos un comunismo, sino un co-inmunismo”, dice Garbriel —tomando prestado el concepto que acuñó Sloterdijk—, “vacunarnos contra el veneno mental que nos divide en culturas nacionales, razas, grupos de edad y clases sociales en mutua competencia”; se pregunta si “es el coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano, que destruye infinitos seres vivos por codicia” y pide que nos convirtamos “en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica”. Su conclusión no es muy optimista: “si, una vez superado el virus, seguimos actuando como antes, vendrán crisis mucho más graves: virus peores, cuya aparición no podremos impedir”.
Y de coinmunidad, “fruto de la observación de que la supervivencia es indiferente a las nacionalidades y las civilizaciones“, habla Sloterdijk: “esta crisis desvela la necesidad de una práctica más profunda del mutualismo”; necesariamente “la competición por la inmunidad deberá ser reemplazada por una nueva conciencia de comunidad”: “una conciencia compartida de la inmunidad”, “una declaración general de dependencia universal”, “un escudo universal que proteja a todos los miembros de la comunidad humana. Entiende que la vuelta a los Estados fuertes “es algo que va a acompañar nuestra existencia durante un periodo largo, porque parece que son los únicos disponibles para solucionar problemas”, pero advierte de que “en el futuro, una tarea para el público general y la clase política será vigilar una vuelta clara a nuestras libertades democráticas”.
Desde su comunitarismo, el muy mediático profesor Sandel, cree que será necesario hacer “una renovación moral y política” que elimine los aspectos más nocivos de la meritocracia que “debilita la solidaridad”, aumenta la desigualdad, provoca “soberbia” en los que tienen éxito y un “resentimiento” en los que no lo tienen que “está en el origen de la reacción populista” y que suponen “una degradación moral”. Y concluye: “Debemos preguntarnos si reabrir la economía significa volver a un sistema que nos ha dividido desde hace 40 años o dotarnos de un sistema que nos permita decir con convicción que estamos todos juntos en esto”.
Si alguien tenía dudas acerca del concepto foucaultiano de biopolítica, no hay mejor ejemplo que la movilización de los Estados para enfrentarse a la pandemia: confinamientos, restricciones a la movilidad local, nacional e internacional, estadísticas exhaustivas de contagios, de muertos, de curados, de material sanitario, hoteles medicalizados, gabinetes de expertos… Y en los Estados más radicales, control digitalizado de la población.
Me temo que acierta Han: el capitalismo seguirá adelante y el modelo asiático de máximo control estatal se irá abriendo camino en Occidente, en Europa, entre nosotros.
Que el capitalismo ha sabido adaptarse a cada situación para sacar de ella el máximo provecho, bien pactando, bien imponiéndose —como ocurre ahora con la fórmula del neoliberalismo— es una obviedad: su fin es obtener beneficio sin importarle cómo, ni importarle a costa de qué o de quiénes. Y eso volverá a hacer.
Y no es menos obvio que la globalización ha puesto en entredicho el modelo de Estado-Nación, que se ha visto permanentemente superado por la realidad deslocalizada y transfronteriza. Pero en el ADN de todos los Estados está la vocación de permanencia —la utopía de eternidad— y tratan de cuidar celosamente su soberanía, sus fronteras, su influencia exterior, la seguridad interior y el bienestar ciudadano incluso a cambio de recortar libertades excepcionalmente en los Estados democráticos y permanentemente en los tiránicos.
Como obvio es que el poder de la inteligencia artificial, de los macrodatos —los big-data— es, a la vez una oportunidad para una mayor eficiencia y una amenaza a privacidad y a la libertad de los ciudadanos, que pueden verse aún más vigilados y controlados.
Me temo que lo nuevo de la nueva normalidad va a ser el incremento de lo que ya tenemos: más biopoder interior de los Estados, apremiados por la reconstrucción de sus economías maltrechas, más acopio de información digitalizada de los ciudadanos, y más capitalismo depredador aprovechándose de esas necesidades económicas de los Estados y de esos datos de los ciudadanos para su propio beneficio.

lunes, 4 de mayo de 2020

OPORTUNIDAD PERVERSA *

Desde las primeras infecciones de este nuevo virus detectadas en China, a finales de diciembre de 2019, hasta la pandemia declarada en todo el mundo, el 11 de marzo de 2020, apenas pasaron 75 días. En el mundo globalizado, intercomunicado virtual y físicamente, que difumina hasta casi eliminarlas las distancias temporales y espaciales, el covid-19 no ha sido excepción y ha circulado velozmente instalándose en todo el planeta. 

Pese a su presencia global, pese a haber sido declarada la pandemia, cada país —cada gobierno, cada oposición, cada parlamento— ha ido tomando sus propias decisiones particulares contando con los recursos sanitarios, legales, económicos, de asesoramiento científico y de previsión que tenía, pero con un obstáculo inicial insalvable: el desconocimiento, la ignorancia sobre el ser de este virus, que poco a poco se va desentrañando. 

Desconocimiento que se ha intentado resolver improvisando, utilizando el método que usamos cuando no tenemos otro más eficaz y más seguro: el ensayo-error. Y el ensayo-error, evidentemente, implica error(es), que, en este caso son crueles: más infectados y más muertos. Aunque también aciertos. Y efectivamente, unos países han tenido más aciertos que otros o han utilizado más eficazmente sus recursos. 

No niego que aquí, en nuestro país, gobierno y oposición —oposiciones, sería más correcto— estén sinceramente preocupados por las consecuencias sanitarias, económicas y sociales de este malvado virus. Seguro que sí, faltaría más. Pero me temo que, aún entre tanto drama, no han sabido —o querido— evitar la tentación de entender la pandemia como una oportunidad política, electoral o ideológica. El gobierno y los partidos que lo componen, como una oportunidad para consolidarse y consolidar los resultados electorales que los ha llevado a gobernar, para sacar partido electoral si tienen éxito y consiguen que salgamos airosos de la crisis, o para minimizar los daños electorales si no lo tienen. La oposición, como una oportunidad para debilitar al gobierno negando sus éxitos, maximizando sus errores y responsabilizándole de todo lo malo que pueda ocurrir, y para presentarse como la alternativa adecuada para gobernar —o para ganar votos en futuras elecciones, o para mantener vivas sus reivindicaciones nacionalistas o soberanistas, según el caso. 

Quizá sea así por la lógica de esa política perversa que desde hace años se nutre de insultos, descalificaciones y tergiversaciones; que se construye a partir de la desconfianza recíproca; que hace prácticamente imposible el diálogo honesto y sincero imprescindible en cualquier negociación honesta; que confunde e identifica los intereses particulares propios con el bien común.

* Publicado en Crónica Popular. 03.05.2020
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