Durante los últimos cien años (más
intensamente durante los últimos setenta y aún más en los últimos
veinticinco años) Europa ha ido perdiendo su papel económico,
cultural, tecno-científico y geo-estratégico; y, lo que es aún más
grave, está perdiendo su propia identidad política y social,
heredera de más de veinticinco siglos de historia.
Adiós al mundo eurocéntrico.
Los
Estados Unidos de América se convirtieron en la primera potencia
económica mundial al terminar la Gran Guerra y, a pesar de la crisis
de los años 30, consolidaron su poder al término de la Segunda
Guerra Mundial. El desgaste de Europa durante lo que cada vez más
certeramente se entiende como Guerra
Civil Europea
(las dos guerras mundiales y, para algunos, la franco-prusiana de
1870) está detrás del ascenso económico de EEUU. Europa, primera
potencia industrial, económica y comercial durante todo el siglo
XIX, perdía su puesto puntero definitivamente en 1944, cuando en
Bretton
Woods
se estableció el nuevo orden económico mundial: el patrón oro fijo
a 35$ la onza.
Paralelamente,
la relevancia cultural y el desarrollo tecnológico y científico,
siempre vinculados a la capacidad económica, fueron perdiendo peso
en Europa a la misma velocidad que lo ganaban los Estados Unidos (en
parte, por las aportaciones de científicos e intelectuales europeos
huidos de la guerra o acogidos tras ella). La cultura europea
(grecorromana, cristiana e ilustrada), colonizadora y explotadora de
América, África, Eurasia y parte de Asia empezó a ser vista como
un museo de viejas glorias y de ruinas del esplendor perdido. El
mundo dejó de ser definitivamente eurocétrico.
Aún
así, geoestratégicamente Europa conservó un papel relevante al
finalizar la Segunda Guerra: fue la frontera física e ideológica de
las dos superpotencias vencedoras, los Estados Unidos y la Unión
Soviética, bien simbolizada en el Muro de Berlín y la Guerra
Fría.
Frontera, por tanto, de los dos sistemas económico-sociales
enfrentados, el capitalismo occidental y el comunismo oriental. Los
países occidentales de Europa con democracias liberales, en parte
herederos de los sistemas públicos de protección social (que
comienzan en la Constitución de Weimar de 1919), supieron construir
un sistema de economía mixta que a la vez que se sustentaba en el
libre mercado y en la propiedad privada, garantizaba la protección
laboral y social mediante recursos públicos. Y esto es, sin duda, lo
que ha diferenciado a Europa: la construcción de políticas
socialdemócratas (o socialcristianas o social-liberales) como forma
intermedia entre los dos sistemas máximos: el liberalismo que
abomina de la intervención del Estado y se fundamenta en la libertad
individual garantizada por propiedad privada; y el comunismo, que
abomina de la propiedad privada y se fundamenta en la igualdad
económica y social de todos. Es precisamente este sistema mixto
identitario, que luego veremos, lo que actualmente se está jugando
Europa.
El mundo neoliberal.
El
derrumbe de los sistemas comunistas del Este de Europa, precipitado
por el empuje del neoliberalismo y el anticomunismo de Thatcher y
Reagan (y, al menos en parte, por Wojtyla, el Papa polaco); la nueva
estrategia de las Repúblicas Islámicas desde 1979 para responder el
conflicto árabe-israelí (y su actual deriva yihadista);
y el espectacular crecimiento económico de los países emergentes
(lo que en 2001 se llamaron BRIC:
Brasil, Rusia, India y China -a los que se unió Sudáfrica en 2011-)
acabaron con el papel geoestratégico privilegiado que tenía la
Europa fronteriza, al desplazarse las disputas económicas e
ideológicas a Oriente Próximo, a Oriente Medio y a Asia-Pacífico.
En
mayo de 1979 (un mes después de constituirse la República Islámica
de Irán; ocho meses antes de la entrada de la URSS en la guerra
civil afgana en apoyo de las tropas gubernamentales y fentre a los
muyaidines
islámicos apoyados por Estados Unidos) la conservadora,
anticomunista y ultraliberal Margaret Thatcher fue nombrada Primera
Ministra del Reino Unido con un ambicioso programa de
privatizaciones, recortes sociales y desmantelamiento del poder
sindical. En octubre del 78, ocho meses antes, el arzobispo de
Cracovia, el anticomunista polaco Karol Wojtyla, había sido elegido
Papa de los católicos, y en enero del 81, el republicano Ronald
Reagan, anticomunista y liberal (defensor de la economía de la
oferta), era nombrado Presidente del los Estados Unidos.
Las
políticas anticomunistas que provocaron el colapso económico e
ideológico de la URSS y de los países del Este fueron clave para la
expansión de las políticas neoliberales en toda Europa (y en la
Rusia post-soviética), cada vez más asumidas por los partidos
conservadores, liberales y hasta socialdemócratas. En su Chavs,
Owen Jones recuerda la respuesta de Thatcher cuando le preguntaron
cuál era su mayor logro político: Tony
Blair y el nuevo laborismo. Hemos obligado a nuestros adversarios a
cambiar de opinión.
Pero el thatcherismo no sólo influyó en la Tercera Vía del
laborismo británico. Ya antes había influido, entre otros, en las
políticas social-reformistas de González en España, después en
Alemania, en el Neue
Mitte
del SPD de Shröder, y a lo largo del tiempo en las políticas de la
Unión Europea.
El
adelgazamiento del papel social del Estado, las privatizaciones de
los bienes públicos, las reformas laborales que precarizaban el
empleo, las desregulaciones del sistema financiero y de los mercados,
la bajada masiva de impuestos a las grandes empresas, la devaluación
salarial, etc. se fueron extendiendo por toda Europa: por la vieja
Europa de la que se burlaban Aznar y Runsfeld, y por los países
excomunistas del Este, convertidos al capitalismo a marchas forzadas.
La
Europa del Estado del Bienestar (del Estado
Social y Democrático de Derecho),
ni capitalista ni socialista, fue vista por los dos sistemas
antagónicos como una amenaza para la pureza de sus fundamentos
ideológicos. El capitalismo de hoy, el neoliberalismo, que ya no
tiene la amenaza de un sistema económico antagónico y alternativo,
sigue entendiendo que el sistema europeo de protección pública de
los derechos económicos y sociales, que ha sido su seña de
identidad, supone una amenaza para sus objetivos (captar para la
economía privada los bienes públicos que aún quedan: la sanidad,
la educación y, sobre todo, el sistema de pensiones). Tanto más,
cuanto la globalización permite la permanente presencia del sistema
en todo el planeta: los mercados nunca duermen.
Mantener la identidad europea.
Ese
es el reto actual de Europa: mantener su identidad política de
protección de los derechos sociales de todos (especialmente de los
más desfavorecidos) que están en el punto de mira neoliberal, del
nacionalcapitalismo del BREXIT
(y del zafio Trump) y de una ultraderecha nacionalista y xenófoba en
auge. Pero para ello es imprescindible que la izquierda democrática
recupere su aliento y su propio ser volviendo a mirar a quienes
siempre debió defender: la clase trabajadora cada vez más
precarizada. Si no ocurre, si partidos, sindicatos y ciudadanos de
izquierda dejan escapar la oportunidad de reconstruir una izquierda
potente que haga frente al neoliberalismo, Europa habrá renunciado a
sí misma definitivamente.