Era muy previsible que el gobierno
de coalición formado tras las elecciones de noviembre de 2019 se encontrara
desde el minuto uno, hiciera lo que hiciera, con durísimas críticas de la
oposición más hiperventilada. No era previsible que el nuevo gobierno, apenas
estrenándose, se fuera a dar de bruces con el horror de la pandemia —y decretando
el estado de alarma—, pero sí lo era que la oposición más enrabietada quisiera
sacar provecho político de los errores que pudiera cometer el gobierno, incluso
en situaciones de emergencia. Era previsible porque el clima político ya desde hace
años es exactamente ese.
Las Elecciones Generales de diciembre
de 2015 fracasaron porque no fue posible investir presidente a ningún candidato.
Las del junio de 2016 dieron como resultado un gobierno en minoría de Rajoy que
apenas duró dos años: la sentencia de la Gurtel y la moción de censura lo
derribaron. El gobierno de Sánchez salido de la moción, aún más minoritario, tuvo
que convocar elecciones para abril de 2019 al no conseguir que sus socios
parlamentarios aprobaran los Presupuestos Generales. Pero también se malograron
las generales de abril: agotado el plazo para investir presidente al candidato,
automáticamente se convocaron elecciones para noviembre de 2019. Y en esas
estamos. En cuatro años, cuatro Elecciones Generales.
La crispación, el navajeo político,
la desconfianza, la mentira descarada y la manipulación torticera de los hechos
son ya las armas —nunca mejor dicho— más habituales y sintomáticas de una política
enferma.
Resulta casi imposible averiguar cuándo
comenzó esta patología. Quizá con aquel Aznar de “la derecha sin complejos” —tan
del gusto de Aguirre y que ahora anida en Álvarez de Toledo y Abascal—, una
forma de decir que estaban dispuestos a imponer su programa sí o sí. O quizá
empezó antes, con el “acoso y derribo” a Suárez de González y de Guerra, desde
fuera, y de los suyos desde dentro de la UCD. O quizá en la represión franquista.
O quizá en los desmanes republicanos. O quizá…
Lo cierto es que solo en los dos
últimos siglos hemos tenido cuatro guerras civiles, tres dictaduras, 43 años de
terrorismo y una larga cadena de golpes de Estado, sublevaciones y asonadas.
El antropólogo Gregory Bateson
(1904-1980) acuñó el concepto de “cadena cismogenética” para describir la
capacidad que tienen algunas culturas de generar, encadenar y desarrollar divisiones
—cismas— y conflictos internos, hasta llevar al colapso del propio sistema. La
tarea para evitar ese colapso solo puede ser la de romper de algún modo tal cadena.
Pese a todas las carencias y todos
los defectos que se le quieran buscar, eso es lo que parecía buscar la Transición,
la ruptura de esa cadena. La autodisolución de las Cortes franquistas —probablemente
creyendo que todo estaba “atado y bien atado”, cosa que en buena parte resultó ser
cierto—, la legalización de los partidos políticos —incluido el Partido
Comunista, el más demonizado por la dictadura— y el uso del consenso habermasiano
para elaborar la Constitución de 1978 —siempre buscando el punto intermedio en
el que nadie ganara del todo ni nadie perdiera del todo— fueron algunas de las cizallas
útiles para cortar los eslabones de esa cadena, que de nuevo se están soldando.
Cuesta decirlo, pero parece que la
nuestra es una de esas sociedades que tienen bien arraigadas la división y el
enfrentamiento que obvia los daños, directos o colaterales. Mientras todos se tiran
trastos —y esconden la mano de sus verdaderas intenciones— la pandemia sigue
aquí, infectando y matando, abriéndose paso entre esa otra enfermedad que
alarga la cadena.
* Publicado en Crónica Popular. 25.04.2020
https://www.cronicapopular.es/2020/04/alargando-la-cadena-cismogenetica/
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