No
es un secreto que la Constitución (y todo el proceso de Transición)
se hizo en una especie de libertad
vigilada,
con un permanente ruido de sables como tétrica música de fondo.
Quizá por eso la Constitución del 78 no fue la que cada grupo
político hubiera querido, sino la que todos aceptaron como el mínimo
común de sus aspiraciones políticas e ideológicas.
Un ni
para ti ni para mí
que cristalizó en los cuatro consensos fundamentales que
certeramente describió Luis Gómez Llorente: Monarquía
Parlamentaria, esto es, ni Monarquía con poderes ejecutivos ni
República, sino algo así como una monarquía que asumiese los
valores del republicanismo; economía social de mercado (ni economía
de libre mercado ni planificación económica, un sistema mixto
similar a las socialdemocracias europeas); Estado Autonómico (ni
Estado unitario jacobino ni Estado Federal) con tres niveles de
Administración del Estado (municipal, autonómica y general); y
Estado aconfesional (ni Estado confesional, ni Estado laico).
Y
tampoco es un secreto que, tras casi 39 años (pasadas ya casi dos
generaciones), está en entredicho aquel proceso de transición y
recurrentemente se piden reformas sustanciales en la Constitución o
la redacción de una nueva, porque aquellos cuatro consensos, en
mayor o menos medida, están en cuestión: la monarquía en declive
se vio forzada a reciclarse; la reforma exprés del artículo 135,
estableciendo un techo de gasto y priorizando el pago de la deuda,
choca con el principio de economía social; los gobiernos
conservadores han estado esquivando la aconfesionalidad legislando
según su fe y su moral religiosas; y el soberanismo catalán (al
menos por ahora) hace tambalear el modelo autonómico.
Carcomido
nuestro sistema democrático por años de corrupción
político-empresarial practicamente en todos los niveles de la
administración y del Estado, y puestos en cuestión los cuatro
consensos (sobre todo el modelo territorial), cada vez es más
necesario y urgente elaborar un nuevo texto constitucional que
priorice la honestidad pública y los controles anticorrupción; que
se adapte a la realidad nacional e internacional actual; y que
proteja y garantice eficazmente los derechos y libertades políticos
y sociales de la mejor tradición europea ilustrada y social.
La
actual fragmentación en el Congreso de Diputados, en el que ningún
grupo tiene mayoría suficiente para imponer sus tesis en solitario y
las opciones políticas son particularmente antagónicas de cada una
con todas las demás, aparentemente no es la mejor situación para
abrir un proceso constituyente, ni parcial ni general. Y, sin
embargo, quizá sea el mejor momento para hacerlo precisamente por
esa fragmentación: están hoy representados en el Congreso de los
Diputados intereses políticos, económicos e ideológicos
enormemente variados y suficientes como para abrir un debate honesto
y plural que dé paso a un nuevo texto constitucional consensuado en
un plazo razonable.
La
ventaja actual con respecto al 78 es que felizmente ya no existe
aquel runrún golpista, ni temor al regreso de una dictadura. La
desventaja es que entonces imperó la generosidad de los grupos
políticos y la voluntad de llegar a acuerdos (porque había un
objetivo común y porque la inmensa mayoría sabíamos lo que no
queríamos de ninguna manera), y quizá hoy no exista esa voluntad
mientras no se entienda que la corrupción y las desigualdades
(alentadas y sostenidas ambas por el descontrol y la codicia
neoliberal imperante) son el enemigo común, como entonces lo fue la
dictadura filofascista.
Muchas veces se ha hablado durante
estos años de la necesidad de una segunda transición. Quizá ahora
sea el momento de hacerla entre todos porque nos estamos jugando el
futuro, pero me temo que no va a ocurrir.
* Publicado en Crónica Popular. 20.06.2017.
http://www.cronicapopular.es/2017/06/urge-un-nuevo-texto-constitucional/
http://www.cronicapopular.es/2017/06/urge-un-nuevo-texto-constitucional/
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