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Alice Hawkins (1863-1946), Leicester, UK |
Jean
Paul Sartre, pareja libre de la muy libre Simone de Beauvoir que con
El
Segundo Sexo
abrió la puerta a la segunda
ola
del feminismo e inició un camino hasta hoy ininterrumpido, nos
advertía y se advertía a sí mismo que, pese a su militancia y su
activismo de izquierdas, era un burgués. Y, salvando las distancias,
así me siento yo: feminista convencido no puedo negar ni evitar mi
condición de varón —ni
los tics
androcéntricos grabados en mi conciencia y que no he sido capaz de
detectar.
Simone
de Beauvoir entendió con perspicacia que la tesis fundamental del
existencialismo, a saber, que la existencia precede a la esencia; que
no hay esencias previas que deban realizarse, servía de soporte para
entender la diferencia entre sexo y género: No
se nace mujer: se llega a serlo,
escribe. No hay un universal femenino —el
estereotipado eterno
femenino
que ella cuestionaba—
como no hay un universal masculino predeterminado que naturalmente se
realiza: ser mujer, como ser hombre, es el resultado de una
construcción socio-cultural. Y en su propia evolución, al menos una
parte del feminismo actual ha llegado a la misma conclusión: no hay
un feminismo esencial, sino que, como todo hecho histórico, también
el feminismo está en permanente construcción, elaborándose
intelectualmente y llegando a ser lo que es a través de sus propias
acciones.
Probablemente
hoy el pensamiento feminista es el único capaz de asumir el papel
aglutinador que tuvo el movimiento obrero en el siglo XIX para luchar
contra la explotación: si el movimiento obrero fue expresión de la
lucha de clases entre la burguesía explotadora —dueña
del capital y los medios de producción—,
y el proletariado explotado —la
fuerza de trabajo, la mano de obra—,
el movimiento feminista encarna hoy una lucha ideológica y
pragmática entre dominadores y dominadas —otra
forma de entender la relación entre explotadores y explotados; si en
La
ideología alemana
Marx entendió bien que las
ideas de la clase dominante, son, en todas las épocas, las ideas
dominantes,
el feminismo ha sabido hacernos ver que eso es exactamente el sistema
patriarcal que contamina nuestra historia: las ideas dominantes de la
clase dominante —los
varones—
en nuestra cultura.
Ir
descubriendo las formas de dominio patriarcal, analizarlas y
conceptualizarlas adecuadamente ha sido y es el trabajo intelectual
de las feministas desde el siglo XVIII. Olympe de Gouges, Mery
Wollstonecraft, Flora Tristán, Lucretia Mott, Elizabeth Cady
Stanton, Sojourner Truth, Millicent Garret Fawcet, Emmeline
Pankhurst Goulden, Simone de Beauvoir, Betty Friedan, Kate
Millett, Shulamith
Firestone, Celia Amorós, Amelia Valcárcel, Judith Butler, Donna
Haraway, Leslie McCall, Sara Ahmed y tantas, tantas otras, nos han
ido abriendo los ojos y descubriendo con éxito territorios de
dominación patriarcal antes desapercibidos.
Hay
tres señales claras que evidencian el éxito —al
menos en la cultura occidental—
de las ideas feministas: las rigurosas investigaciones que dan
soporte intelectual e ideológico al movimiento feminista y que
constituyen ya un área específica de conocimiento; la capacidad de
movilizar y de ser vanguardia en las reivindicaciones en la calle, en
los medios y en las redes sociales; y la oposición intelectualmente
plana del machismo como soporte del patriarcado.
Probablemente
hoy es más propio hablar de feminismos que de feminismo porque hay
en el pensamiento feminista una rica variedad de perspectivas: el
feminismo radical, el de la igualdad, el ecofeminismo, el
ciberfeminismo, la teoría poscolonial, el movimiento queer
o la interseccionalidad -por citar algunos- son buenos ejemplos de
esa variedad de análisis y estrategias. La construcción de
conceptos y expresiones nuevos para designar aspectos inadvertidos
del sistema patriarcal —patriarcado,
heteronormatividad,
heterodesignación,
cisgénero,
micromachismo,
mansplaining,
techo
de cristal,
por ejemplo—
y para designar la propia actitud feminista —empoderamiento,
sororidad,
visibilización,
etc.—
descubren realidades ocultas, eso que se da por sentado, y son
condición de posibilidad de una comprensión distinta de las
relaciones personales y sociales entre mujeres y hombres. Las
polémicas e incluso las confrontaciones dentro del movimiento
feminista sobre la identidad, el binarismo
sexual, el transfeminismo,
la maternidad o el cuerpo no son prueba de inconsistencia, sino que,
al contrario, son signo de vitalidad y madurez ideológica.
Es
una obviedad que cada vez hay más mujeres —y
probablemente más hombres-—
más concienciadas y más cercanas a las tesis feministas. Y es una
obviedad que las reivindicaciones feministas tienen una enorme
capacidad para movilizar a la ciudadanía espontáneamente en la
calle, en los medios y en las redes sociales. Prueba de ello son la
multitudinaria Marcha
de las mujeres en Washington
de enero de 2017 y sus réplicas en los 50 Estados y en 55 grandes
ciudades de todo el mundo; las aún más masivas en Estados Unidos,
en Canadá, en muchas ciudades de Europa y en Japón de enero 2018,
en el aniversario de la primera; o el movimiento #MeToo. Y en España
recientemente la huelga
de mujeres
y las enormes manifestaciones el 8 de marzo de 2018 o las convocadas
en repulsa a la sentencia de la
manada
—más
la avalancha de artículos profundamente críticos con la escandalosa
sentencia y las más de 1364000 firmas de mujeres y hombres pidiendo
en change.org
la inhabilitación de los jueces—
y la valiente iniciativa #cuentalo.
La
tercera señal es el adocenamiento y la zafiedad del machismo
tradicional incapaz de ir más allá del desprecio y el insulto, bien
presentes en páginas WEB ad
hoc,
—boyeras,
feminazis,
hembrismo,
#todasputas,
planchabragas,
etc. son sus logros intelectuales—,
en
la violencia misógina del peligroso movimiento incel
—involuntary
celibates—
y en los intentos de los sectores más conservadores de redefinir el
feminismo desde el androcentrismo dominante demonizando la ideología
de género
y reivindicando un feminismo
femenino
y esencialista ajustado a los valores y papeles tradicionales de la
mujer en en hogar y en la reproducción.
Pero
lo cierto es que el éxito es indiscutible pero no total: la
eliminación de la permanente violencia de género —el
acoso callejero y laboral, el maltrato, las violaciones, los
asesinatos de mujeres—;
la mirada
masculina
presente en la aplicación de tantas leyes; la discriminación
laboral y salarial, y la igualdad plena y efectiva de derechos,
lamentablemente siguen siendo objetivos no alcanzados.
Si
el objetivo es la construcción de un nuevo paradigma paritario
universal, pese a lo ya conseguido aún queda mucho trabajo por
hacer. Y esa construcción nos incumbe a mujeres y hombres. Ya en
1843 Flora Tristán en La
Clase Obrera
nos invitaba a los varones a participar en esa construcción: en
nombre de vuestro propio interés, hombres; en nombre de vuestra
mejora, ¡la vuestra, hombres!; en fin, en nombre del bienestar
universal de todos y de todas os comprometo a reclamar los derechos
para la mujer.
De
tanto en tanto, las ideas se encarnan en hechos que transforman la
realidad. Las ideas ilustradas estuvieron en el origen de la
revolución francesa, la independencia de los Estados Unidos y el fin
del Antiguo Régimen. El movimiento obrero desembocó en la
revolución de 1917 y en la socialdemocracia europea. Esperemos que
tarde o temprano el pensamiento feminista —de
tercera, de cuarta, de ene
olas—
posibilite la construcción de una sociedad en la que el patriarcado
solo sea historia.