Durante mis primeros veinte años viví
en un país gobernado por un dictador que encarcelaba a quienes se oponían a su
régimen —los enemigos de la patria, en su jerga patriotera— y firmaba y
ejecutaba penas de muerte. En mi país, los derechos y libertades civiles más
básicos estaban prohibidos —se censuraban y prohibían periódicos, revistas,
películas, libros, etc.—, la policía nos apaleaba en la calle y en las
universidades, y desde el poder se imponía la moral católica. Para poder
realizar algunos trámites oficiales —por ejemplo, pedir prórrogas para posponer
el servicio militar, que era obligatorio—, había que pedir al comisario del
barrio un certificado de Buena conducta pública y privada, sí, sí,
también privada.
Los siguientes 48 años —44 si
descuento los preconstitucionales— he vivido en otro país, un país muy distinto,
razonablemente democrático. Aunque ese país es el mismo que aquel, es este
mismo, España.
Recordar aquellos años de dictadura
me provoca un profundo desagrado moral, un malestar físico real. Y
lamentablemente lo que está ocurriendo me lo recuerda constantemente: los
cachorros de aquellos mandamases de la dictadura —hijos, nietos, bisnietos y
allegados— están tomando posiciones para volver, si no a la dictadura de aquel
general que se hacía llamar caudillo, sí al recorte de derechos y
libertades, sí a la imposición de su moral, sí a su forma excluyente de
entender un país que creen de su propiedad.
Agazapados en el partido de la derecha
(antes Alianza Popular; después el Partido Popular) han estado 48 años
esperando salir del armario nacionalcatólico. El pistoletazo de salida lo dio aquel lema de Aznar —la derecha sin complejos— y VOX (y una parte del
PP, sobre todo en Madrid) ha tomado nota. Solo hay que ver el perfil de los
personajes que están siendo nombrados presidentes/as de los parlamentos
autonómicos, tras los pactos de PP y VOX.
Me veo otra vez teniendo que pedir
permisos a la autoridad competente y, como entonces, se me revuelven las
tripas.
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