Al menos desde las obras de Nietzsche, sabemos que el lenguaje no es neutral: esconde valores y prejuicios, ideología y estrategias de dominación, sentimientos y resentimientos. Cuando un lenguaje logra imponerse, configura la realidad de una determinada forma, de manera que bien puede decirse que el verbo -la palabra- se hace carne.
Y el neoliberalismo ha ganado sin duda la partida del lenguaje construyendo términos y expresiones que han saltado de los manuales de economía a los medios y de los medios a la calle hasta ser interiorizados por todos, como si fueran mantras.
La lista es interminable. Se habla con naturalidad de mercado laboral, como si el trabajo y el trabajador fueran de suyo mercancías; se utilizan sin rubor capital humano y recursos humanos, como si los trabajadores fueran objetos de uso; se pide competitividad, confundiendo la competición con la pericia; y se llama emprendedores a los que fundan negocios, sea una corporación multimillonaria, la tienda de la esquina o el repartidor autónomo. Todas estas expresiones, y tantas más, son ya de uso cotidiano para cualquier hablante.
La desregulación de los mercados -otros dos mantras- y la falta de controles en el sistema financiero nos llevaron a la gravísima crisis de 2008, que hoy vivimos como crisis general. Tan grave fue su impacto, que en septiembre de ese mismo año el entonces Presidente francés Nicolas Sarkozy propuso convocar a los líderes mundiales antes de final de año para refundar el capitalismo, y el Primer Ministro laborista Gordon Brown instaba a esos mismos líderes a celebrar un nuevo Bretton Woods para acordar un nuevo sistema financiero. En España, un Rajoy aún en la oposición proponía su receta para salir de la crisis: austeridad en las cuentas públicas, seria, con disciplina y con rigor.
Las cumbres de Washington en noviembre de 2008 y la de Londres en abril de 2009 fueron los resultados de esas y otras propuestas similares. En ambas se reunieron los líderes de los países del G-8 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y Rusia), más los once países (Arabia, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea, India, Indonesia, México, Sudáfrica y Turquía) que completan el G-20, y la Unión europea (como unión de los 27 países que entonces la formaban), más España y Holanda como países invitados. En total, 42 países en representación de más de la mitad de la población mundial y de todos los continentes (aunque no todos con la misma presencia).
Pero ni se refundó el capitalismo, ni se diseñó un nuevo sistema financiero internacional. Y a la vista de lo que ha pasado desde entonces hasta hoy, la resolución final Londres no tiene desperdicio: Creemos que el único cimiento sólido para una globalización sostenible y una prosperidad creciente para todos es una economía mundial abierta basada en los principios de mercado, en una regulación eficaz y en instituciones globales fuertes. […] hoy nos hemos comprometido a hacer lo que sea necesario para: restablecer la confianza, el crecimiento y el empleo; reparar el sistema financiero para restaurar el crédito; reforzar la regulación financiera para reconstruir la confianza [la negrita es mía].
En España nuevos mantras se iban abriendo paso: en febrero de 2011 la Canciller Merkel afirmaba con satisfacción, refiriéndose a España, que el gobierno ha hecho los deberes (cuando el Presidente Rodríguez Zapatero acababa de reformar a toda prisa el artículo 135 de la Constitución con ayuda del PP, priorizando el pago de la deuda), y en septiembre del mismo año, dos meses antes de perder las elecciones, el vicesecretario General del PSOE afirmaba que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; en enero de 2012, estrenando casi el gobierno, Rajoy explicaba que no podemos gastar lo que no tenemos. Tertulianos y expertos nos animaban a apretarnos el cinturón (que más sonaba a meternos en cintura), pero las palabras clave fueron austeridad y su correlato crítico, el austericidio.
Austeridad es evitar los excesos y el lujo, prescindir de lo innecesario, de lo superfluo. Pero las llamadas políticas de austeridad básicamente han consistido en reducir todo lo posible los gastos sociales (en sanidad, en educación, en pensiones, en subsidios) del Estado; en hacer otro tanto con las inversiones públicas; y en devaluar los salarios (públicos y privados) y precarizar el empleo (facilitando el despido -flexibilizar el empleo, otro mantra- y desprotegiendo sindicalmente a los trabajadores). Todo, con el fin de reducir la deuda pública (limitando el endeudamiento) y sentar las bases para un futuro crecimiento y para la creación de empleo.
Es la austeridad expansiva propuesta por los profesores de Harvard Alberto Alesina y Silvia Ardagna para ganar la confianza de los mercados financieros y estimular el crecimiento económico. En realidad, la deliberada estrategia del neoliberalismo para seguir reduciendo el Estado a base de recortes sociales, de privatizaciones, de externalizaciones y de desinversiones en empresas participadas.
Así que ya sabemos qué entiende el neoliberalismo por lujo y exceso: la protección social de los ciudadanos, el trabajo estable y el salario digno de los trabajadores. Austeridad para los jóvenes que no pueden acceder al mundo laboral, para los parados, para los pensionistas, para los trabajadores (por cuenta ajena o propia). Austeridad para quienes tienen menos, cada vez menos.
No es un lujo, sin embargo, para este fundamentalismo liberal pagar facturas milmillonarias para rescatar bancos con dinero público, ni permitir (y utilizar) ingeniería financiera para que eviten impuestos las grandes fortunas (por no hablar de las herramientas ilícitas), ni dejar que se pierda el talento de los que se van porque aquí no hay futuro para ellos. La austeridad no es para quienes se dan el lujo de sacar provecho de la crisis.
Ocho años más tarde ya sabemos que el crecimiento, si lo hay, no está beneficiando a los más débiles, que son quienes realmente han pagado (y pagan) la crisis, como sabemos que no hay más trabajo, sino reparto de la precariedad laboral.
En 1988, en su Anarquía, Estado y utopía el economista libertariano Robert Nozick escribía: nadie tiene el derecho a algo cuya realización requiere de ciertos usos de cosas y actividades sobre las cuales otras personas tienen derechos y títulos. Los derechos y títulos de otras personas sobre cosas en particular [...] y cómo deciden ejercer esos derechos y títulos fijan el medio externo de un individuo dado y los derechos de que dispondrán. Si su fin requiere el uso de medios sobre los cuales otros tienen derechos, deberán procurar su cooperación voluntaria. Se refería, claro, a la libre disposición de los propios bienes por quien los posee, incompatible con los impuestos que se destinan a cubrir necesidades de otros si no son voluntarios. En otras palabras: cubrir con los impuestos de unos las necesidades de otros es un exceso, un lujo para el beneficiario que debe eliminarse. Este es el espíritu de esa austeridad expansiva.
Pero la austeridad no es más que una pieza en el entramado de la deriva de Europa hacia el neoliberalismo y el neoconservadurismo (por no utilizar expresiones más duras). La vieja Europa de la que se burlaban en 2003 Rumsfeld y Aznar (Si uno mira toda Europa, su centro de peso está en el Este, decía entonces el secretario de Defensa), ha sido reemplazada por la nueva Europa, la de Merkel, Cameron y Hollande, la del auge de los partidos xenófobos cuando no descaradamente neonazis, la del castigo a Grecia. Una Europa que para los trabajadores cada día se parece un poco más a la del siglo XIX. El verbo se ha hecho carne, carne dolida.
Y el neoliberalismo ha ganado sin duda la partida del lenguaje construyendo términos y expresiones que han saltado de los manuales de economía a los medios y de los medios a la calle hasta ser interiorizados por todos, como si fueran mantras.
La lista es interminable. Se habla con naturalidad de mercado laboral, como si el trabajo y el trabajador fueran de suyo mercancías; se utilizan sin rubor capital humano y recursos humanos, como si los trabajadores fueran objetos de uso; se pide competitividad, confundiendo la competición con la pericia; y se llama emprendedores a los que fundan negocios, sea una corporación multimillonaria, la tienda de la esquina o el repartidor autónomo. Todas estas expresiones, y tantas más, son ya de uso cotidiano para cualquier hablante.
La desregulación de los mercados -otros dos mantras- y la falta de controles en el sistema financiero nos llevaron a la gravísima crisis de 2008, que hoy vivimos como crisis general. Tan grave fue su impacto, que en septiembre de ese mismo año el entonces Presidente francés Nicolas Sarkozy propuso convocar a los líderes mundiales antes de final de año para refundar el capitalismo, y el Primer Ministro laborista Gordon Brown instaba a esos mismos líderes a celebrar un nuevo Bretton Woods para acordar un nuevo sistema financiero. En España, un Rajoy aún en la oposición proponía su receta para salir de la crisis: austeridad en las cuentas públicas, seria, con disciplina y con rigor.
Las cumbres de Washington en noviembre de 2008 y la de Londres en abril de 2009 fueron los resultados de esas y otras propuestas similares. En ambas se reunieron los líderes de los países del G-8 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y Rusia), más los once países (Arabia, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea, India, Indonesia, México, Sudáfrica y Turquía) que completan el G-20, y la Unión europea (como unión de los 27 países que entonces la formaban), más España y Holanda como países invitados. En total, 42 países en representación de más de la mitad de la población mundial y de todos los continentes (aunque no todos con la misma presencia).
Pero ni se refundó el capitalismo, ni se diseñó un nuevo sistema financiero internacional. Y a la vista de lo que ha pasado desde entonces hasta hoy, la resolución final Londres no tiene desperdicio: Creemos que el único cimiento sólido para una globalización sostenible y una prosperidad creciente para todos es una economía mundial abierta basada en los principios de mercado, en una regulación eficaz y en instituciones globales fuertes. […] hoy nos hemos comprometido a hacer lo que sea necesario para: restablecer la confianza, el crecimiento y el empleo; reparar el sistema financiero para restaurar el crédito; reforzar la regulación financiera para reconstruir la confianza [la negrita es mía].
En España nuevos mantras se iban abriendo paso: en febrero de 2011 la Canciller Merkel afirmaba con satisfacción, refiriéndose a España, que el gobierno ha hecho los deberes (cuando el Presidente Rodríguez Zapatero acababa de reformar a toda prisa el artículo 135 de la Constitución con ayuda del PP, priorizando el pago de la deuda), y en septiembre del mismo año, dos meses antes de perder las elecciones, el vicesecretario General del PSOE afirmaba que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; en enero de 2012, estrenando casi el gobierno, Rajoy explicaba que no podemos gastar lo que no tenemos. Tertulianos y expertos nos animaban a apretarnos el cinturón (que más sonaba a meternos en cintura), pero las palabras clave fueron austeridad y su correlato crítico, el austericidio.
Austeridad es evitar los excesos y el lujo, prescindir de lo innecesario, de lo superfluo. Pero las llamadas políticas de austeridad básicamente han consistido en reducir todo lo posible los gastos sociales (en sanidad, en educación, en pensiones, en subsidios) del Estado; en hacer otro tanto con las inversiones públicas; y en devaluar los salarios (públicos y privados) y precarizar el empleo (facilitando el despido -flexibilizar el empleo, otro mantra- y desprotegiendo sindicalmente a los trabajadores). Todo, con el fin de reducir la deuda pública (limitando el endeudamiento) y sentar las bases para un futuro crecimiento y para la creación de empleo.
Es la austeridad expansiva propuesta por los profesores de Harvard Alberto Alesina y Silvia Ardagna para ganar la confianza de los mercados financieros y estimular el crecimiento económico. En realidad, la deliberada estrategia del neoliberalismo para seguir reduciendo el Estado a base de recortes sociales, de privatizaciones, de externalizaciones y de desinversiones en empresas participadas.
Así que ya sabemos qué entiende el neoliberalismo por lujo y exceso: la protección social de los ciudadanos, el trabajo estable y el salario digno de los trabajadores. Austeridad para los jóvenes que no pueden acceder al mundo laboral, para los parados, para los pensionistas, para los trabajadores (por cuenta ajena o propia). Austeridad para quienes tienen menos, cada vez menos.
No es un lujo, sin embargo, para este fundamentalismo liberal pagar facturas milmillonarias para rescatar bancos con dinero público, ni permitir (y utilizar) ingeniería financiera para que eviten impuestos las grandes fortunas (por no hablar de las herramientas ilícitas), ni dejar que se pierda el talento de los que se van porque aquí no hay futuro para ellos. La austeridad no es para quienes se dan el lujo de sacar provecho de la crisis.
Ocho años más tarde ya sabemos que el crecimiento, si lo hay, no está beneficiando a los más débiles, que son quienes realmente han pagado (y pagan) la crisis, como sabemos que no hay más trabajo, sino reparto de la precariedad laboral.
En 1988, en su Anarquía, Estado y utopía el economista libertariano Robert Nozick escribía: nadie tiene el derecho a algo cuya realización requiere de ciertos usos de cosas y actividades sobre las cuales otras personas tienen derechos y títulos. Los derechos y títulos de otras personas sobre cosas en particular [...] y cómo deciden ejercer esos derechos y títulos fijan el medio externo de un individuo dado y los derechos de que dispondrán. Si su fin requiere el uso de medios sobre los cuales otros tienen derechos, deberán procurar su cooperación voluntaria. Se refería, claro, a la libre disposición de los propios bienes por quien los posee, incompatible con los impuestos que se destinan a cubrir necesidades de otros si no son voluntarios. En otras palabras: cubrir con los impuestos de unos las necesidades de otros es un exceso, un lujo para el beneficiario que debe eliminarse. Este es el espíritu de esa austeridad expansiva.
Pero la austeridad no es más que una pieza en el entramado de la deriva de Europa hacia el neoliberalismo y el neoconservadurismo (por no utilizar expresiones más duras). La vieja Europa de la que se burlaban en 2003 Rumsfeld y Aznar (Si uno mira toda Europa, su centro de peso está en el Este, decía entonces el secretario de Defensa), ha sido reemplazada por la nueva Europa, la de Merkel, Cameron y Hollande, la del auge de los partidos xenófobos cuando no descaradamente neonazis, la del castigo a Grecia. Una Europa que para los trabajadores cada día se parece un poco más a la del siglo XIX. El verbo se ha hecho carne, carne dolida.
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