Tras la brutal experiencia de la guerra civil europea -la Gran guerra del 14, la civil española del 36, sobre todo la Segunda guerra mundial del 39 y las balcánicas de los años 90, entre otros conflictos- muchos creíamos desde la izquierda que los nacionalismos en Europa, siempre supremacistas y excluyentes, siempre fundamentalistas y ansiosos de multitudes enfervorizadas, eran algo de otro tiempo -extemporáneos, intempestivos-, reliquias ya fuera de lugar. Y nos equivocamos. Solo estaban agazapados, hibernando en sus oseras y esperando la primavera que les despertara.
En Italia, en Hungría, en Polonia, en Austria, en Alemania o en Francia la precariedad laboral, la inmigración, el éxodo de los refugiados o el fundamentalismo islámico han sido las excusas para el despertar del nacionalismo filofascista, como en Estados Unidos el nacionalcapitalismo de Trump -el America first-. En España ha sido el secesionismo avaricioso -surgido de la unión contranatura de la burguesía, la izquierda (?) republicana y una supuesta izquierda (?) revolucionaria y antisistema- lo que ha hecho salir en este otoño sofocante lo más turbio de los nacionalismos catalanista y españolista.
No basta con decir que el desastre no va a pasar, que no se llegará a tanto, que antes de la furia se llegará a una solución. No basta porque cada día que pasa la situación está un poco más tensa y los ánimos de la gente están más exaltados. Todos dicen querer distender el problema y querer diálogo, pero consienten o alientan que los más furibundos aviven y empuñen la munición más peligrosa: el odio. Peligran el respeto a la ley, el bienestar económico, la cohesión social, la estabilidad política, la integridad territorial... Pero lo verdaderamente grave es que peligra la vida de la gente.
Y es que ya están todas las cartas sobre la mesa -las de Puigdemont a Rajoy, las de Rajoy a Puigdemont-, pero de sobra saben ambos que esto no es un juego de cartas, una competición para ver quién se lleva el premio de las apuestas, sino algo mucho más macabro porque ambos, mientras sujetan con una mano el manojo de cartas, con la otra acarician lo que guardan en sus cartucheras: la resistencia en la calle, la intervención de las instituciones, la petición de ayuda exterior, el curso de los procedimientos judiciales… Y mucho me temo que ambos están dispuestos a pasar del juego al fuego y utilizar el último cartucho: la seguridad física y la vida de los ciudadanos.
Quienes tienen y controlan el poder, saben bien que, abierta la veda del odio, ese vecino pacífico que amablemente da los buenos días, que se disculpa sinceramente si tropieza con alguien, que bromea, que charla amigablemente puede convertirse en un cruel verdugo orgulloso de sí mismo, satisfecho de servir a la patria que le reclama. Lo terrible es que ese vecino puedo ser yo o cualquiera de nosotros. Eso y no otra cosa es lo que debería estar denunciando la izquierda.
* Publicado en Crónica Popular. 20.10.2017
https://www.cronicapopular.es/2017/10/del-juego-al-fuego/
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