En el mundo globalizado -valga la redundancia- espacio y tiempo se difuminan hasta construir una virtual realidad virtual, una realidad alternativa tan real, que sustituye a la realidad misma -hiperrealidad, lo ha llamado Baudrillard-. Ya no hay distancias que no se puedan recorrer en unas horas y la información puede llegar a cualquier receptor prácticamente en tiempo real. Es el nuestro el mundo de la deslocalización, de los mercados sin rostro que nunca duermen buscando valores que comprar o vender: mercados y empresas se deslocalizan física o virtualmente sin pestañear porque no tienen más patria que sus intereses comerciales y financieros. Terreno ideal para el neoliberalismo que no explica nada, pero que ha colonizado de hecho todos los rincones: there is no alternative, sentenció Thatcher.
Desde hace años los sociólogos/filósofos han entendido bien que en nuestro mundo ya no rige el pensamiento moderno e ilustrado, sino una posmodernidad que huye de las estructuras sólidas y de las explicaciones omniabarcantes -Lyotard las llamó grandes relatos- que es ahora nuestra circunstancia, como diría nuestro Ortega. El modo de vida post es el de la fluidez -la liquidez de la que hablaba Bauman-, el de la fugacidad de lo efímero -el usar y tirar; el clic que pone fin a una relación digital-, el de la fragmentación, el de la diversidad, el de la diferencia que rechaza toda identidad estable, el del anonimato protegido por passwords, avatares y nicknames digitales.
Probablemente por eso el fundamentalismo nacionalista -exactamente igual que el religioso-, disfrazado de gran relato -españolista, catalanista o quebequés, que tanto da-, chirría en la hiperrealidad de nuestro mundo y no puede escapar de la paradoja en la que inevitablemente vive: se reivindica la diferencia, pero desde una identidad monolítica empeñada en reforzarse autoafirmándose y envolviéndose en sus banderas.
El secesionismo catalán, promovido y sustentado desde el poder de una variopinta mayoría absoluta en el Parlament -que junta a la derecha burguesa con los anticapitalistas antisistema y la izquierda republicana-, vive esa contradicción. Reivindica una mítica identidad catalana histórica, común a todos los catalanes y diferente de otras identidades -sin fisuras, sin matices, sin discrepancias- que les daría derecho a ser sujeto político soberano, esto es, a ser un Estado indivisible y diferente al Estado del que ahora forman parte. Un relato omniabarcante que choca con la diversidad de la cruda realidad -no hay de hecho una única forma de ser y sentirse catalán- y con los simulacros y disimulos -astucia, lo llamó Artur Mas- para llevarlo a cabo.
Estas contradicciones se han visto claramente en el Parlament cuando Puigdemont dejó en suspenso la independencia que no se había declarado y firmando la proclamación de la República en un acto privado; o cuando en su discurso Anna Gabriel verbalizó sin rubor lo imposible: nosaltres som independentistes sense fronteras y no acceptem lliçons dels que sí aixequen murs (somos independentistas sin fronteras y no aceptamos lecciones de los que levantan muros).
La prueba del nueve de la contradicción la vimos el día 27 cuando en un Parlament medio vacío se votó en secreto la proclamación de la República catalana para evitar las consecuencias penales que les podría imponer el Estado del que en ese acto se estaban independizando: una forma implícita de reconocer que tal proclamación era vana. Y para rizar el rizo, se votó únicamente la parte dispositiva -no la proclamación misma- y no se publicó en el DOGC -el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya-. Disimulo y simulación posmoderna para imponer el gran relato identitario y extemporáneo.
Pero no menos extemporáneo es ese yo soy español, español, español, o ese zafio ¡a por ellos, oé! que salen del aliento del nacionalismo españolista más rancio, que estaba arrinconado en las gradas más ultras de los estadios deportivos y que ha saltado a las calles -al ritmo en blanco y negro de Manolo Escobar- y a los balcones engalanados. Extemporáneo porque tampoco hay una única manera de ser o de sentirse español.
Desde hace años los sociólogos/filósofos han entendido bien que en nuestro mundo ya no rige el pensamiento moderno e ilustrado, sino una posmodernidad que huye de las estructuras sólidas y de las explicaciones omniabarcantes -Lyotard las llamó grandes relatos- que es ahora nuestra circunstancia, como diría nuestro Ortega. El modo de vida post es el de la fluidez -la liquidez de la que hablaba Bauman-, el de la fugacidad de lo efímero -el usar y tirar; el clic que pone fin a una relación digital-, el de la fragmentación, el de la diversidad, el de la diferencia que rechaza toda identidad estable, el del anonimato protegido por passwords, avatares y nicknames digitales.
Probablemente por eso el fundamentalismo nacionalista -exactamente igual que el religioso-, disfrazado de gran relato -españolista, catalanista o quebequés, que tanto da-, chirría en la hiperrealidad de nuestro mundo y no puede escapar de la paradoja en la que inevitablemente vive: se reivindica la diferencia, pero desde una identidad monolítica empeñada en reforzarse autoafirmándose y envolviéndose en sus banderas.
El secesionismo catalán, promovido y sustentado desde el poder de una variopinta mayoría absoluta en el Parlament -que junta a la derecha burguesa con los anticapitalistas antisistema y la izquierda republicana-, vive esa contradicción. Reivindica una mítica identidad catalana histórica, común a todos los catalanes y diferente de otras identidades -sin fisuras, sin matices, sin discrepancias- que les daría derecho a ser sujeto político soberano, esto es, a ser un Estado indivisible y diferente al Estado del que ahora forman parte. Un relato omniabarcante que choca con la diversidad de la cruda realidad -no hay de hecho una única forma de ser y sentirse catalán- y con los simulacros y disimulos -astucia, lo llamó Artur Mas- para llevarlo a cabo.
Estas contradicciones se han visto claramente en el Parlament cuando Puigdemont dejó en suspenso la independencia que no se había declarado y firmando la proclamación de la República en un acto privado; o cuando en su discurso Anna Gabriel verbalizó sin rubor lo imposible: nosaltres som independentistes sense fronteras y no acceptem lliçons dels que sí aixequen murs (somos independentistas sin fronteras y no aceptamos lecciones de los que levantan muros).
La prueba del nueve de la contradicción la vimos el día 27 cuando en un Parlament medio vacío se votó en secreto la proclamación de la República catalana para evitar las consecuencias penales que les podría imponer el Estado del que en ese acto se estaban independizando: una forma implícita de reconocer que tal proclamación era vana. Y para rizar el rizo, se votó únicamente la parte dispositiva -no la proclamación misma- y no se publicó en el DOGC -el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya-. Disimulo y simulación posmoderna para imponer el gran relato identitario y extemporáneo.
Pero no menos extemporáneo es ese yo soy español, español, español, o ese zafio ¡a por ellos, oé! que salen del aliento del nacionalismo españolista más rancio, que estaba arrinconado en las gradas más ultras de los estadios deportivos y que ha saltado a las calles -al ritmo en blanco y negro de Manolo Escobar- y a los balcones engalanados. Extemporáneo porque tampoco hay una única manera de ser o de sentirse español.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario