Verdadero
o falso, todos los partidos coinciden en decir que la convocatoria de
nuevas elecciones generales sería un fracaso, y todos insisten en su
voluntad de negociar hasta el último minuto para llegar a un acuerdo
de investidura que permita formar gobierno. Pero, al mismo tiempo,
ese pretendido ánimo negociador se ve desmentido por sus mensajes
cruzados, que huelen más a estrategia de campaña electoral que a
voluntad de acuerdo.
Lo
cierto es que no quedan más que cincuenta días y tal y como están
las posiciones actuales de los cuatro partidos con mayor presencia en
el Congreso (de los Diputados) esos cincuenta días no parecen
suficientes para negociar ni siquiera un acuerdo de mínimos que
satisfaga a una mayoría suficiente que haga posible la investidura.
Y lo cierto es que el plazo legal es inexorable: si no hay
investidura antes del día dos de mayo, automáticamente se
disolverán las Cortes.
No menos cierto es que mientras esté
en funciones un gobierno siempre está en precario, dejando correr la
inercia de las rutinas, y el Parlamento tiene serias dificultades
para estar plenamente operativo. Que se disuelvan las Cortes el tres
de mayo no significaría el fracaso del que hablan los partidos, sino
tener gobierno y parlamento a medio gas durante los diez meses que
van desde las elecciones del 20D hasta tener un nuevo gobierno (si
acaso se consiguiera investir a alguien tras las nuevas elecciones).
Y
sin duda es cierto que es urgente atender a quienes están sufriendo
la pobreza, el paro, la precariedad laboral y los recortes sociales;
que es imprescindible taponar todos los agujeros del sistema que han
hecho posible la corrupción y el robo masivo de bienes públicos;
que los problemas (como ya dije) no están en funciones, sino en
pleno vigor.
La
urgencia de los problemas, la merma de gobierno y parlamento, la
falta de tiempo para alcanzar acuerdos de gobierno viables entre
distintos partidos, parece que nos llevan a un callejón sin salida.
Quizá
la solución pase por alargar el tiempo, por posponer las lecciones
del 26 de junio hasta 2018 acordando un legislatura breve, de dos
años, que se asiente sobre cuatro patas: atención a las urgencias
sociales, política económica y fiscal ajustada a las necesidades
sociales, regeneración democrática y preparación de una nueva
Constitución (que unas Cortes Constituyentes elaborarían entre 2018
y 2022) que se replantease los cuatro problemas históricos de
España: la forma de Estado, la organización territorial, el sistema
económico-social y las relaciones del Estado con las instituciones
espirituales.
No parece posible que el PP aceptase
participar en tal acuerdo (que efectivamente desmontaría mucho de lo
hecho bajo su gobierno), pero no hay razón para que PSOE, Podemos,
Ciudadanos y cuantos partidos quisieran se sumaran a él.
Lo
que a primera vista pueden parecer obstáculos insalvables (que
ninguno de los tres partidos tenga por sí mismo fuerza suficiente
para imponer sus tesis; que las propuestas programáticas de los
partidos sean incompatibles entre sí; que sea imprescindible la
participación del PP para tocar
la Constitución, etc.) pueden ser el mejor escenario para discutir,
diseñar y aprobar una nueva Constitución que se ajuste a las
necesidades de nuestro tiempo.
La
Constitución del 78 objetivamente se hizo en condiciones mucho
peores que las actuales (permanente ruido
de sables;
resistencias de estructuras político-económicas de la dictadura;
miedo, mucho miedo a un nuevo enfrentamiento civil, etc.). Si aquella
generación fue capaz de hacerse cargo de las necesidades y
aspiraciones de su tiempo, nada debería impedir a esta nueva
generación de políticos hacer su trabajo asumiendo el papel que les
ha tocado interpretar en este tiempo, que ya es el suyo.
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