En los grandes diarios siguen
apareciendo grandes firmas de intelectuales que escrutan, analizan y
valoran la realidad perspicazmente. Prestigiosos escritores,
profesores, sociólogos, filósofos o economistas siguen formando la
nómina de intelectuales, pero lo cierto es que la influencia sobre
la opinión de los ciudadanos, que siempre fue tarea del intelectual
en los medios, desde hace tiempo no la ejercen los intelectuales,
sino quienes más presencia tienen en los medios más masivos de
información y, por ello mismo, las cabezas y las cabeceras que les
dan esa presencia. Es posible que aún haya intelectuales, pero es
seguro que ya no tienen la influencia real que tuvieron sus
antecesores.
Por una parte, porque en nuestra
sociedad líquida de la información, de identidades efímeras y
virtuales, nadie se ve a sí mismo ni nadie es visto por los demás
como intelectual. No es casual que a quienes opinan, comentan y
discuten en radios y televisiones se los reconozca como tertulianos,
politólogos
o analistas políticos,
pero jamás como intelectuales porque previsiblemente ellos mismos
rechazarían esa etiqueta. Nadie se levantaría de su asiento para
taponar alguna hemorragia política de urgencia, si alguien gritase
desde la orquesta ¿hay
algún intelectual en la sala?
Pero saldrían a cientos si pidiese expertos, especialistas o
profesionales de algún género.
Por otra, porque al mismo ritmo que va
muriendo la prensa en papel (donde tenían asiento los
intelectuales), se han multiplicado los medios digitales de
generación y transmisión de información (radios, televisiones,
prensa digital,
redes sociales, blogs, microvídeos, etc.) y la interactividad entre
productores y consumidores de noticias e informaciones. E igualmente
se han multiplicado los opinadores
que hacen públicas sus opiniones aprovechando tanto la profusión
como la interactividad. Pero tampoco ellos (un ellos que es un
nosotros)
tienen influencia real en la opinión de otros porque, igual que los
poetas escriben para todos, pero solo se leen entre ellos, así les
pasa a los que ocupan las columnas de opinión: leídas por unos
pocos, comentadas por alguno, reenviadas y retuiteadas
por amigos o seguidores, las informaciones vuelan vertiginosamente y
con la misma velocidad se extinguen sin dejar huella.
En la continua avalancha de
informaciones solo dejan rastro en la opinión pública las ideas que
machaconamente repiten tertulianos con el don de la ubicuidad y del
espectáculo, dirigidas a un oyente/espectador/lector que las saborea
porque ratifican, para bien o para mal, lo que él mismo opina en
público o en privado, en un claro ejercicio de retroalimentación:
cada usuario acude al medio con el que se identifica a la vez que los
medios programan precisamente para ese consumidor, hasta construir un
lugar común
(en los dos sentidos) donde instalarse. En el relato que sostiene el
imaginario de nuestro tiempo, hace tiempo que no hay sitio para el
relato de los intelectuales.
* Publicado en publico.com. Espacio Público / Ctxt. 27.06.2016.
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