En el imaginario de esta cultura nuestra de nuevos ricos que se está viniendo (que se ha venido ya) abajo, el hambre está asociada a niños negros de vientre abultado y moscas en los párpados de lejanos y pobres países africanos o asiáticos; o para los más mayores, a nuestro pasado de postguerra, a los años del hambre sobre los que se construyó la dictadura. En este imaginario del hambre no cabe un hambre de aquí y de ahora, un hambre de nuestros propios niños de piel blanca y ojos limpios. Pero que no quepa, que no queramos saberlo, que nos resistamos a aceptarlo no hace que no exista.
Ese hambre existe y ha existido, y ni está ni estuvo lejos porque la exclusión, la pobreza y el hambre surgen de le esencia misma del sistema de mercado, aunque no quisimos verla. Es un hambre estructural, siguiendo el lenguaje sucio de los mercaderes. Solo ahora que por su tamaño se ha hecho noticia empezamos a ser efímeramente conscientes, aunque es probable que nuestra consciencia (y nuestra conciencia) dure lo que dure la noticia en los medios, y solo los voluntarios, las ONG y unas pocas instituciones mantengan la tensión y el cuidado.
Hay un tipejo que ha dicho una sarta de estupideces sobre esto, un politiquillo tan estúpido o tan malvado que, para defender al gobierno de lo que él cree que es una crítica para desprestigiarle (como si no estuviera ya suficientemente desprestigiado este Gobierno), ha echado la culpa del hambre de los niños a sus padres. Es muy indecente que a este tipo le preocupe más el daño político a su partido que el hambre de los que pasan hambre, pero no es mucho más decente que los demás, nosotros, nos ocupemos tanto o más de lo que dice este mindundi que del hambre estructural.
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