Cuando las dos opciones más temidas y menos deseadas, el
rescate a la griega o la salida del
euro de España (y la vuelta a la peseta), poco a poco se van apoderando del
ánimo de muchos ciudadanos (y posiblemente del gobierno y de la oposición),
parece inevitable que, por si acaso llegara a ocurrir cualquiera de las dos,
debamos plantearnos las hipótesis de un después.
Tras una intervención total o tras la quiebra total y la
suspensión de pagos, parece inevitable que el gobierno debería dimitir y el
Presidente convocar elecciones. Por muchos balones que quisiera echar fuera (la
herencia recibida, la falta de ayuda del BCE, la intransigencia de Merkel, la
coyuntura de los mercados, etc.) ni podría ocultar que el fracaso es propio, ni
podría resistir la presión de la calle, de los ciudadanos que pagaríamos las
pésimas consecuencias de ese fracaso. Y esto podría ocurrir entre noviembre y
enero próximos.
En ese escenario, no es descartable que, hasta las nuevas
elecciones, se haga ver como necesario un gobierno de concentración formado por
el Partido Popular y el Partido Socialista, presentándose ambos como los únicos
capaces de asumir la responsabilidad de la situación, y, de paso, intentando evitar
que los partidos más opositores (básicamente IU y UPyD) pudieran recoger el
descontento ciudadano y aumentar significativamente su presencia en las
instituciones (poniendo en peligro el statu
quo y añadiendo incertidumbre a la crisis). No es un disparate pensar que Rubalcaba
y sus apoyos mediáticos, con su forma blanda y responsable de hacer oposición, probablemente aceptarían una
invitación similar de un Partido Popular acorralado.
Pese a todo, el creciente descrédito entre los ciudadanos de
la política (particularmente de los dos grandes partidos nacionales), del
sistema autonómico instaurado por la Constitución del 78 (al que se le achacan
todos los males actuales) y de la política de cuotas (la casta, según la expresión ultraconservadora que ha hecho fortuna),
todo ello, probablemente cristalizaría en un clamor para que las nuevas Cortes
fuesen Cortes Constituyentes (y que por pura pendularidad se alejarían lo más posible de la actual Constitución)
y en la necesidad de un gobierno de unidad (¿nacional?) que contara con los
partidos periféricos más influyentes (sobre todo CiU y PNV) dispuestos a
eliminar las Comunidades Autónomas no históricas
(aquel café para todos que los más
conservadores ponen hoy en cuestión).
En tales presuntas elecciones, es pensable que el PP
perdería muchos de los votos que obtuvo en noviembre pasado, pero también es
pensable que conservaría muchos de ellos de manera que la bajada en votos no
sería desastrosa. No cabe decir lo mismo del PSOE, que no ha podido, no ha
sabido o no ha querido recoger el desgaste del gobierno de Rajoy. Y desde luego
no es descartable que, como partido, aún no haya tocado suelo y sus resultados fuesen peores que los ya pésimos
resultados de noviembre.
Si esto es así, en el Partido Socialista debería desde ya
mismo abrirse paso una voz distinta a la de Rubalcaba y su equipo (y muy
distinta a la de Almunia, comisario de Merkel); una voz que defendiese
nítidamente los valores propios del socialismo y de la izquierda con suficiente
autoridad moral.
En mayo de 1979 Felipe González abrió la puerta por la
que entró y se ha movido el socialismo de los últimos años (“Hay que ser socialistas antes que marxistas”,
dijo entonces). Y esa estrategia le llevó a la Moncloa, asumiendo pragmáticamente
como propias ideas absolutamente alejadas del socialismo (y valgan como ejemplos
la pirueta para permanecer en la OTAN o las políticas neoliberales de Solchaga).
En los momentos más duros de aquellos años, un miembro del Comité Federal del
PSOE, portavoz de Izquierda Socialista, Antonio García Santesmases, se plantó y
dio un sonoro no a todo aquello. ¿Dónde está hoy una voz así?
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