viernes, 31 de agosto de 2012

QUE NO SE NOS OLVIDE *

Si la esencia del liberalismo es la defensa de la libertad individual, que se concreta en los derechos y libertades civiles, su quintaesencia es la radicalización de la propiedad privada, que hace patente y realiza esa libertad. De ahí que para el liberalismo clásico el Estado debe dedicarse exclusivamente a salvaguardar las libertades y las propiedades de los individuos. Es la idea de Estado Mínimo, para quien la comunidad y el bien común no son más que la yuxtaposición de individuos y de bienes individuales.

Pasa, sin embargo, que un Estado no es solo una asociación de propietarios, sino que está integrado por todos y cada uno de los ciudadanos, con o sin propiedades, ricos o pobres, tan ciudadanos unos como otros; pasa, que en un Estado hay desigualdad entre sus ciudadanos y, por ello mismo, unos son más libres que otros; pasa, que el Estado, cuando lo es, es algo más que la suma de individuos y el bien común va más allá de los bienes particulares.

Las luchas del movimiento obrero en favor de la igualdad (o en contra de la desigualdad) consiguieron que los estados liberales encontraran dos fórmulas piadosas para proteger a los no propietarios: la propiedad pública de bienes y de servicios de protección social, y la llamada igualdad de oportunidades, esto es, facilitar medios iguales de partida para todos que cada quien rentabilizará o no según sus capacidades y su esfuerzo. Una falsa igualdad, necesaria pero no suficiente.

El neoliberalismo que se ha ido imponiendo desde los años ochenta, no tiene los ojos puestos en la comunidad, por supuesto, pero tampoco en los individuos, sino en los capitales: ya no se trata de la libre circulación de mercancías, sino de la libre circulación de capitales, procedentes de cientos de millones de depósitos y de operaciones bancarias de ciudadanos, aunque opacos para esos mismos ciudadanos. Lo verdaderamente rentable ya no es vender mercancías, sino comprar y vender dinero. O sea, la especulación.

Así, los Estados definitivamente pierden su papel, por pequeño que fuera, y su soberanía, es decir, su autoridad e independencia; y los ciudadanos nuestra ciudadanía. Que no se nos olvide que el capital nunca es democrático.


* El artículo es de junio de 2012, pero quedó inédito.

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