Los procesos históricos nunca son simples ni en su realización ni, mucho menos, en su conocimiento, interpretación, comprensión y explicación. Si la lejanía en el tiempo dificulta captar en rigor el pulso vital (el imaginario, el sistema de categorías comunes) de quienes vivieron el acontecimiento, la cercanía impide conseguir la perspectiva suficiente para seleccionar con precisión qué acontecimientos son los relevantes. Pero, aún así, no es ni inútil ni vacío el esfuerzo por entender un proceso tan cercano que todavía está en marcha.
Así que, con la presbicia inevitable, intentemos enmarcar y
comprender la actual crisis financiera y económica mundial en el proceso
histórico (o, al menos, en “un” proceso histórico) fijándonos no en las causas
económicas que la han motivado (que sin duda existen y son reales), sino en los
acontecimientos históricos en los que puede encuadrarse. Y, de entre todos los
posibles, deteniéndonos en dos que parecen de mayor peso e influencia: la caída
del sistema comunista de la antigua U.R.S.S., en 1991, y la llamada
Globalización (o mundialización).
La caída del muro de
Berlín en noviembre de 1989 fue la antesala del colapso de la Unión Soviética y
de la caída de su sistema económico comunista y estatalista. Pero no sólo eso.
Con ella cayó el equilibrio que desde el final de la segunda guerra mundial se
conoció como “guerra fría”, que dividía el mundo en dos mundos económicos
(ideológicos, políticos, estratégicos, etc.) enfrentados: la U.R.S.S. comunista
(que repudiaba la propiedad privada) y los EE.UU. capitalista (que se
fundamentaba –y se fundamenta- precisamente en la propiedad privada).
Esa misma división se evidenciaba en Europa, frontera física
de ambos sistemas y centro geoestratégico de la confrontación de sistemas, si
bien la parte occidental se organizaba en un sistema mixto, liberal a la vez
que socialdemócrata, que mantenía ambos tipos de propiedad (la privada y la
pública). Supuso esa caída, en definitiva, la hegemonía del sistema
capitalista y, consecuentemente, una cierta euforia ideológica plasmada en
etiquetas simbólicas (“el fin de la historia”, “el pensamiento único”, etc.); un cierto sentimiento de inmunidad por la imposibilidad
de “contagio”: la evidencia del fracaso comunista evitaría la tentación de proponerlo
o asumirlo como sistema; y algunas dosis de arrogancia para hacer un
“liberalismo sin complejos” (esa “derecha sin complejos” que el Partido Popular
vino defendiendo, por ejemplo). Mientras, la Europa del este, incluida la
propia Rusia, se convertía rápidamente al sistema capitalista y la del oeste
ponía en entredicho su propio sistema mixto revisando el alcance y las bondades
del llamado “Estado del Bienestar” (y valgan como ejemplos tanto el gobierno
conservador de la Sra. Thatcher como la “tercera vía” del gobierno laborista de
Blair, aunque no sólo ellos).
La Globalización, entendida como la mundialización de las
relaciones productivas, financieras, culturales y de comunicación de información
y de transporte, ha convertido el mundo, según la expresión de síntesis al uso,
en “aldea global” donde las coordenadas espaciotemporales se difuminan: da
igual dónde ocurra el acontecimiento, porque ocurre para todos a la vez (o,
como dice la CNN: “está pasando; lo estás viendo”).
El mundo global es un mundo “deslocalizado”, el mundo de los
“no-lugares” (en feliz expresión de Marc Augé), el mundo del mercado continuo.
Pero, a la vez, es el mundo de la “brecha tecnológica” que distancia aún más a
las sociedades ricas y tecnológicamente avanzadas de las pobres y
tecnológicamente rudimentarias, y el mundo de los movimientos migratorios
masivos (impulsados por la pobreza y por la facilidad de la comunicación). En el mundo global deslocalizado ya no hay centro (o lo hay
cada vez menos). Si Europa dejó de ser el centro geopolítico con la caída del
comunismo, la globalización implicaría aparentemente la imposibilidad de volver
a serlo.
La crisis financiera y económica que estamos viviendo no
sabemos cómo ni cuándo acabará, ni si se llevará por delante el sistema
capitalista que se ha practicado durante los últimos veinte años. Pero, si al
análisis anterior no es disparatado, es posible extraer algunas conclusiones. La primera es que ya sabemos qué pasa cuando los Estados se
organizan casi exclusivamente según criterios económicos (sean comunistas o
capitalistas): que se colapsan (en algún caso hasta caer por completo); que la
desregulación de los mercados (financieros y de mercancías) puede aportar
riqueza, pero que sus acciones “sin complejos” (ni filtros, ni
intervenciones) pueden causar tanto daño
o más para todos que beneficios para quienes las ejecutan; que, llegada la
crisis, los propios Estados capitalistas, saltándose las reglas del propio
sistema económico, tienen que salir al paso e intervenir (sea avalando,
comprando activos o nacionalizando bancos). La segunda es que los criterios económicos (del tipo que
sean) no son los únicos adecuados para organizar las relaciones ni intra ni
internacionales; que los Estados pueden ser ordenados según otros principios y
valores. Y la tercera, que más que una conclusión es un deseo, es que
Europa puede, en este último sentido, desempeñar un papel fundamental,
“central”, reivindicando para el mundo que viene los valores que están en sus
orígenes: la libertad y la igualdad en dignidad y derechos de los seres
humanos.
(No saben cuánto me molesta saber que me voy a perder cómo
explicarán esta crisis dentro de cincuenta años).
* Rescato ahora aquí un artículo de octubre de 2008, publicado en Elplural,com en mi columna "Vaca Multicolor", el 18 de ese mismo mes