El profesor Luis Gómez Llorente, fallecido hace apenas unos días, que participó como Diputado socialista en aquellas Cortes que se entendieron a sí mismas como constituyentes, explicaba bien que la Constitución del 78 pretendía resolver de una vez por todas los cuatro problemas que históricamente habían dividido a los españoles: (1)
el problema de la forma de Estado -el conflicto entre monárquicos y republicanos; (2)
el problema territorial -entre centralistas, federalistas e independentistas-, (3)
el problema religioso -entre clericales, laicistas y anticlericales- y (4)
el problema económico -entre el capitalismo liberal y el movimiento obrero socialista.
Desde su punto de vista, la Constitución habría resuelto por la vía del consenso tales problemas buscando soluciones intermedias: Monarquía parlamentaria como forma de Estado a caballo entre el republicanismo clásico y la monarquía tradicional; una organización territorial autonómica, no centralista ni federalista -ni confederal-; Estado ni laico ni confesional, sino aconfesional; y una economía social de mercado, léase, ni capitalismo sin freno ni planificación rígida. Tales acuerdos, que no satisfacían el convencimiento de ninguno, fueron aceptados pragmática y generosamente por todos. Pero treinta y cuatro años más tarde parece que aquellas soluciones no lo fueron, o no lo fueron del todo.
Se empezó a quebrar el consenso cuando se aprobaron los Acuerdos con la Santa Sede, negociados antes de ser aprobada la Constitución, que privilegian el trato que el Estado debe dar a la Iglesia católica: las reivindicaciones de un Estado verdaderamente aconfesional -si no decididamente laico- han estado presentes durante todos estos años. Y otro tanto puede decirse del problema territorial que durante años ha venido asomando y escondiendo su cara abiertamente soberanista tanto en Cataluña como en el País Vasco (y algún brote menor en otros territorios).
Desde la noche del 23F, la monarquía fue mejor aceptada de hecho por gran parte de la población demócrata -tanto, que durante un tiempo fue lugar común decirse juancarlista pero no monárquico- y, seguramente también por la discreción con que hasta hace muy poco se trataba la vida pública y privada del Jefe del Estado, apenas había sido cuestionada la Institución. Pero ya no es así y no solo se cuestiona la figura del Rey, sino la monarquía misma, su continuidad y su sentido en la actualidad.
Y de la economía, qué decir. Desde el colapso de los sistemas comunistas el neoliberalismo más fundamentalista se ha impuesto como una ortodoxia dogmática que lo domina todo y a la que todo debe someterse (a la vez que los partidos socialdemócratas renunciaban a parte de su identidad): los derechos sociales conseguidos con enorme esfuerzo del movimiento obrero se presentan ahora como los culpables de la crisis y del empobrecimiento. Con todo el descaro, el ministro Montoro presenta sus presupuestos de enormes recortes públicos como los más sociales de la historia.
Esta crisis se está llevando todo por delante y parece que todo se desmorona: la forma de Estado, la organización territorial, las relaciones entre el Estado y la IC, y la economía social están de nuevo en cuestión y, de nuevo, dividiendo a los españoles. Hoy se cuestiona la transición misma -hasta ahora encumbrada como modélica- por las coacciones y limitaciones a que fue sometido todo el proceso -o sea, por las adherencias franquistas que se enquistaron en ella-; se cuestiona incluso lo que hasta ahora era absolutamente incuestionable: el sistema de partidos (que no, que no, que no nos representan, que no, gritan el 15M y el 25S); se cuestiona, en fin, el valor actual de la Constitución misma. De ahí tantas voces que reclaman una nueva Constitución.
La pregunta, claro, es si con un capitalismo totalmente hegemónico y sin contrapesos, que hasta ha obligado a los Estados a hacer cambios en los textos constitucionales para priorizar el pago de la deuda -lo que en España es de facto una ruptura del consenso constitucional-, si en una situación así , digo, este es el momento más oportuno para cambiar la Constitución y los consensos que se alcanzaron.