jueves, 13 de septiembre de 2012

ESTADO, NACIÓN Y NACIONALISMO *

[A cuento de la macromanifestación en la Diada del día 11 en Catalunya, recupero este artículo ¡¡¡de 2008!!!]

Bien pueden tomarse como referencia las unificaciones de Alemania e Italia en 1870 para ejemplificar el éxito de la idea de Estado-Nación, la unión en un solo concepto (y en una sola entidad) de dos construcciones distintas: la Nación y el Estado. Por supuesto que antes, mucho antes, se pueden encontrar ejemplos históricos que, si bien no estaban articulados conceptualmente, sí produjeron de facto tal unión (por ejemplo, la unión de los Reinos de España en uno solo y la consiguiente expulsión de musulmanes y judíos a finales de nuestro s. XV).

De esa fusión conceptual han venido surgiendo confusiones durante todo el s. XX y lo que va del XXI. La primera, claro, es olvidar que los conceptos que se han unido (“Estado” y “Nación”) son distintos y que, precisamente por serlo, es posible construir uno nuevo que, englobándolos, expresa algo distinto (y más allá) a cada uno de ellos por separado. La segunda surge de la consolidación de ese nuevo concepto hasta tal punto que parece que ya no es posible pensar de otra manera, esto es, que Estado y Nación se remiten mutuamente y no son pensables sino en unión, de manera que no puede haber Nación sin Estado, ni Estado sin Nación.

“Nación” remite, evidentemente, al “lugar” de nacimiento, bien entendido que tal  “lugar” no expresa únicamente un espacio físico, sino todo lo que cultural y emocionalmente va con él: los antepasados, las tradiciones, las costumbres, la historia, la lengua, la diferenciación entre propios y extraños, etc. Por eso la Nación es el contenido de un sentimiento de personas individuales que se viven vinculados a ese determinado (pero inconcreto) lugar. Por eso es posible (y frecuente) que alguien no nacido en tal lugar, pero sí criado en él, se sienta más parte de la nación donde habita que del lugar físico de su nacimiento. Parece, entonces, que este concepto de Nación surge más de un sentimiento (la afectación en un individuo de una experiencia vivida, de una vivencia) que de la racionalidad, aunque eso no supone, evidentemente, que sea ni un concepto ni un sentimiento irracionales.

La exaltación de este concepto da lugar al “nacionalismo”, esto es, a colocar el concepto de Nación como eje vertebrador del pensamiento y las acciones políticas. Y da igual, en este caso, que la Nación de referencia sea más grande o más pequeña; históricamente consolidada o recién pensada; hegemónica o irrelevante; incluyente o incluida (sea el nacionalismo vasco, sea el nacionalismo español, sea el nacionalismo europeo, por poner algunos ejemplos).

El concepto “Estado” remite a la organización política y administrativa de la comunidad, del conjunto de los ciudadanos: qué Constitución, qué forma de gobierno, qué sistema de leyes, qué Instituciones, qué símbolos, etc. estructuran y ordenan su vida en común. En esta idea priman la racionalidad, la operatividad y la eficacia sobre los sentimientos y las emociones.

Cuando ambos conceptos se fusionan y el Estado se identifica con una Nación (y aún peor con un sentimiento nacionalista) se opta por dejar fuera del Estado a quienes puedan tener sentimientos nacionales distintos. Y se corre el riesgo de que esos que se sienten fuera quieran promover su propio Estado-Nación; que, reproduciendo el mismo esquema, quieran identificar su nación (su sentimiento nacional) con su Estado (su organización política).

Si un Estado fuera capaz de constituirse con la voz de todos, estructurando, compatibilizando e integrando los sentimientos nacionales de todos (y lo mismo con sus opciones morales, religiosas o económicas, etc.) realizaría plenamente su propia función y dejaría sin sustancia, de una vez por todas, las reivindicaciones nacionalistas de unos y otros.

* Publicado en ElPlural.com el 4 de julio de 2008

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