[Al hilo del hilo de ayer, y por ser sábado, recupero no un artículo, sino un cuentito -un minirrelato- de 2008]
Algunos días, sin saber por
qué, se despertaba con un enorme vacío, con una angustiosa sensación de
tristeza y soledad, con un desasosiego íntimo y terrible. Pero, a fuerza de
experiencia, ya sabía qué tenía que hacer para superarlo y volver a su propio
ser: ir a la Catedral. Mejor si a media mañana; mejor aún si era día laborable,
como hoy. Sólo allí encontraba la paz y el consuelo necesarios.
Con alguna excusa, a las diez
saldría del trabajo un ratito y, si todo iba bien, a las once ya podría estar
de vuelta, pero con el asunto resuelto. Una hora no es mucho y las otras veces
que lo hizo no hubo mayor problema.
Antes de las diez y cuarto estaba
a las puertas del imponente edificio y sólo su visión ya era reconfortante,
pero incomparable con lo que sentiría al cruzar el umbral: la luz de las
vidrieras encendidas inundándolo todo; los sutilísimos aromas a hierbas
exóticas, como el paraíso; la música, esa música que te transporta, que te
posee y te eleva; los fieles allí reunidos, creyentes verdaderos y fervorosos,
arrebatados de amor; y las imágenes, tan serenas, tan reales que perecen vivas,
como modelos de perfección que cualquiera quisiera imitar. Todo tenía sentido
de nuevo.
Una voz cálida y amable le
devolvió a la realidad: ¿necesita que le ayude en algo? Sonriendo con
los ojos, musitó, sí, por favor, ¿Oportunidades? Sí, en el segundo sótano, por
aquellas escaleras, escuchó sin dejar de sonreír.
Camino de la cripta ya
anticipaba el éxtasis que sentiría cuando la banda magnética de su tarjeta
recibiera la anhelada bendición de la caja registradora.
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