[Ya avisaba en el post del jueves pasado que habría que hablar del laicismo. Y aquí va el artículo, que no es de ahora, sino de 2008. Un poco largo y un poco pedante, pero así se publicó en su día y así lo dejo]
Histórica y etimológicamente (como
describe y explica, entre otros, el profesor Henry Peña-Ruíz en sus textos), el
“Laos” es lo anterior al “Demos”, que hace referencia a la adscripción de un
individuo a un determinado lugar (a una aldea, por ejemplo). De manera que
“Laos” se refiere al grupo como la unión de personas antes de cualquier
diferenciación. O sea, que de alguna manera indica lo común, el gran grupo que,
más tarde, se irá dividiendo en subgrupos más específicos. De ese término proviene nuestro
“laicismo”, por ejemplo (y, por lo mismo, “laicidad”) que normalmente se
vincula a una determinada manera de entender los sentimientos y las prácticas
religiosas. Su significado, sin embargo, es más amplio. Si nos atenemos a su origen,
deberíamos entender el laicismo como lo que se refiere a un “laos” antes de la
adscripción de los individuos que lo integran a una determinada opción
espiritual (politeísta, teísta, deísta, agnóstica, atea o indiferente).
Que el Estado, como construcción
racional de la organización y la administración de una comunidad, deba ser
laico, va de suyo: si el Estado lo es de todos (y todos los ciudadanos son
Estado) no puede adscribirse a una opción espiritual (ni económica, ni moral,
etc.) dejando fuera a quienes tengan cualquier otra. El Estado no puede ser ni
cristiano, ni islámico, ni budista, ni agnóstico, ni ateo. Ni indiferente a los
asuntos espirituales de los ciudadanos. Lo que le toca es ser neutral,
escrupulosamente neutral. Y esa neutralidad debe hacerla patente en todos sus
actos, no privilegiando ni discriminando ninguna opción espiritual en las
mismas circunstancias.
Que las opciones espirituales de
los ciudadanos, además de íntimas, tienen una dimensión externa y pública
(ritos, manifestaciones, publicaciones, etc.) donde su identidad se expresa
también va de suyo: los grupos se consolidan y cohesionan (se autorreconocen)
en sus reuniones comunitarias, en su ecclesia, en sus asambleas.
De todo esto surgen confusiones
con respecto al lugar que ocupan las distintas opciones espirituales, de manera
que la clave está en la definición de los espacios, el privado (la conciencia
de cada cual, la intimidad, los sentimientos personales) y el público (lo que
concierne a todos). Y, sobre todo, en distinguir entre público y en
público.
Es privado, claro, todo lo que
atañe a la intimidad e individualidad de las personas o los grupos en tanto que
ellos mismos, independientemente de que se exprese o realice en el interior del
hogar o en plena calle, en solitario o en multitud. En este sentido, un
espectáculo deportivo, una reunión de vecinos, una procesión religiosa, o lo
que alguien hace en el interior de su casa, por ejemplo, son todos ellos actos
privados. Y el límite de estos actos viene marcado por la ley. Es público lo que pertenece a
toda la comunidad (al Estado) en tanto que ella misma, sea esa pertenencia de
propiedad o de competencias. Así, hay Instituciones, edificios, servicios y
actos públicos (el Parlamento, la justicia, buena parte de la enseñanza y la
sanidad, o tatos otros ejemplos). Y tampoco en este caso importa ni el número
de asistentes ni la publicidad: una reunión “a puerta cerrada” de secretos
oficiales, por ejemplo, es un acto público, aunque en ella participen unas
pocas personas y el resto de los ciudadanos ignoremos el contenido de la
reunión.
Quiere esto decir que hay actos
privados que se hacen en público, de la misma manera que hay actos públicos que
se realizan en privado, pero no por ello dejan de ser privados los unos y
públicos los otros. Argumentar, como a veces se hace, que un acto
religioso que se realiza en la calle y con multitud de asistentes es un acto
público, es, simplemente, un error de concepto. Y el Estado, si quiere ser
laico, neutral ante las opciones espirituales de los ciudadanos, no debería
prestarse a participar en esa confusión.
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