La sensación de que estamos viviendo el fin de un ciclo es cada vez más patente. En el capitalismo mundial, por supuesto; en la redefinición geopolítica de Europa, sin duda; en la política y la economía doméstica españolas, aún más claramente.
Nuestras posibilidades como país de influir en los dos primeros escenarios es, si somos optimistas, escasa, y si somos realistas, nulas: si pintábamos poco, ahora pintamos aún menos; si antes se nos veía como el país del sol y de la siesta, ahora somos vistos como el país de la siesta, el sol y la corrupción y el engaño institucional generalizados. A una parte de la Europa del norte (que nunca llegó a despojarse del todo de su racismo nacionalista) no le cuesta nada ahora reavivar sus prejuicios étnico/culturales mostrando nuestras vergüenzas.
De puertas a dentro algo se puede hacer, es cierto. La Constitución se da por amortizada y son muchas las voces que piden una nueva que replantee los cuatro asuntos básicos que ésta ha sabido resolver mal que bien durante más de 30 años: la forma de Estado, la organización territorial, las relaciones económicas y la cuestión religiosa.
El problema es que si bien es cierta esa sensación de fin de ciclo, no se da a la vez ni la ilusión ni la frescura imprescindibles para inventar y poner en marcha un nuevo ciclo. Y así vamos. Y así no vamos.
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