Seguramente esa es la sensación más generalizada ante lo que está pasando: de desmoronamiento, de caerse a pedazos un sistema político, un determinado orden social y un modo de vida -de entender la vida en comunidad-. Casi todas las seguridades y confianzas que mantenían el sistema se van desvaneciendo.
Políticamente vemos cómo los partidos tradicionales van perdiendo a chorros representatividad y legitimidad ante los ciudadanos (¡que no, que no, que no nos representan, que no!, corea cada vez más gente) en proporción directa a los escándalos de corrupción y la generalización de corruptelas, favores partidistas y nepotismos que cada día se descubren. Y no digamos la Corona, la Jefatura del Estado, en vilo por los escándalos de parientes y amigas entrañables. O la organización administrativa y territorial del Estado -de lo que queda de Estado- si no rota, sí resquebrajándose.
Social y económicamente, adiós a la confianza en el trabajo fijo, adiós a la emancipación pronta, adiós a la vivienda, adiós a la universalidad de los servicios sanitarios, educativos y judiciales públicos, adiós al Estado del Bienestar (al Estado Social y Democrático de Derecho, que es como se llama constitucionalmente). Y adiós a la Europa culta, refinada e ilustrada (la Vieja Europa de la que se burlaban Aznar y Runsfeld).
Se nos está viniendo encima un mundo nuevo y nos pilla sin las categorías conceptuales y las herramientas metodológicas adecuadas para comprenderlo y vivirlo antes de que nos consuma a nosotros y a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros bisnietos.
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