Siendo jovencillo, hace casi mil años, mi jefe de entonces, un empresario de éxito (o sea, con hiperpasta), me explicó dos cosas: que ningún número uno pone de número dos a un número uno, que parece un trabalenguas o una adivinanza, pero que no lo es; y que los buenos negocios son los que las dos partes ganan algo. Comparado con otras explicaciones de otros jefecillos que tuve (a la mujer y al papel hasta el culo has de ver, me decía uno de ellos, con risa rijosa, para explicarme que había que ver los papeles con detalle -la moraleja que también me explicaba, por si además de parecérselo yo era de verdad absolutamente imbécil-), en comparación, digo, aquéllas me parecieron bastante sutiles.
Cada vez que en política alguien hereda su cargo del jefe -o la jefa- que le eligió, recuerdo la primera: que los número uno nunca eligen a un número uno. Cualquiera que quiera hacer repaso de herederos políticos podrá sacar sus conclusiones. Y cada vez que salen noticias de financiación irregular de los partidos, me acuerdo de la segunda. Y también cada cual podrá hacer recuento y sacar sus consecuencias.
Como la forma menos descarada de nombrar a dedo es precisamente la herencia -que al presidente, por ejemplo, le sustituya el vicepresidente que es su sucesor natural-, es esa una fórmula frecuentemente utilizada. Malo cuando quien fue número uno no (por méritos o no) no asume ni que ya no lo es, ni que fue quien puso a su recambio. O sea, que ni Aznar ni Aguirre fueron empleados de mi jefe ricachón, y si lo fueron -que yo diría que no- no estuvieron atentos a las lecciones (y los herederos González González y Rajoy ya saben cómo eran vistos por sus testadores).
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