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En las antípodas de esas posturas religiosas está en nuestro mundo tecnocientífico el llamado imperativo tecnológico, que bien puede resumirse así: lo que puede hacerse (lo que técnicamente es posible), debe hacerse (no debe encontrar ningún obstáculo para poder hacerse). Una forma, como se ve, de hacer de la ciencia una actividad estrictamente autónoma, como es metodológicamente exigible. Que el proceso de secularización que se inició en el XVIII ha impulsado el desarrollo de la ciencia, de la técnica y, más acá, de la tecnociencia, ya no es dudable (por más que se esfuercen los teóricos del diseño inteligente para mantener vivo a su Dios).
Y entre unos y otros, los ciudadanos -con fe o sin fe, científicos o ágrafos- viendo que las ciencias adelantan que es una barbaridad, que la vida se prolonga cada vez más y con más calidad, que se cura mucho de lo que parecía imposible, que se planifican nacimientos, que se fabrica piel, que se trasplantan órganos, que de una célula de la pituitaria de una oveja puede formarse un embrión somático, que las células-madre cada vez están más ahí, y tantos etcéteras más. Y viendo, a la vez, que esa misma ciencia se cuida escrupulosamente de no traspasar sus líneas rojas autoimpuestas.
El problema para los guardianes de la fe es que esas líneas rojas ya están dentro del jardín porque el querubín con espada de fuego abandonó su puesto hace más de doscientos años. Y, sí, aunque no lo parezca esto también es política.
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