El golpe de Estado que han dado los militares en Egipto, derrocando a los integristas islámicos del Presidente electo Mursi es una buena noticia para el pensamiento laico y una mala noticia para los sistemas democráticos: lo mismo que nos alegra por una parte, nos alerta por otra.
Los ejércitos de los Estados no son el pueblo en armas (salvo en los momentos revolucionarios, claro está), sino la institucionalización de la fuerza del Estado, que por definición posee el monopolio del uso legítimo de la fuerza (y de la excepción). Y esa institucionalización está regulada en la Constitución de cada Estado. Por eso, en los Estados democráticos, el ejército siempre está a las órdenes del Gobierno y es garante de la propia Constitución. Y por eso, en los Estados democráticos, los ejércitos ni vigilan ni amenazan ni atentan contra su Gobierno. O sea, que los ejércitos ni deben gobernar, ni deben inmiscuirse en los asuntos del Gobierno.
Desde ese punto de vista, el golpe de Estado de Egipto (como prácticamente todos los golpes de Estado) no es una buena noticia, porque viola su papel y su estatus, y manda al mundo un mensaje perverso: el verdadero poder no se fundamenta en la voluntad de los ciudadanos, sino en quienes tienen y controlan las armas.
Cierto que los fundamentalistas de Mursi estaban viciando el sistema democrático. Cierto que la situación empeoraba día tras día. Muy cierto que la violencia se estaba instalando entre la población. Y más cierto aún que ya era insoportable el número de muertos durante las protestas (que también son actos estricta y profundamente democráticos). Sin dudarlo, prefiero para cualquier país del mundo un Estado laico, no vinculado a ninguna fe religiosa, sea la que sea (porque inevitablemente son excluyentes), pero, sin dudarlo también, prefiero que los militares sean fieles a la Constitución que les legitima y no hagan la guerra por su cuenta (aunque nos agrade esa cuenta). Y sin dudarlo: no me fío nunca de los salvapatrias (y menos si van armados).
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