En nuestro sistema político, como en otros tantos, la Jefatura del Estado no tiene funciones ejecutivas -ni es ni forma parte del Gobierno-, sino estrictamente de representación simbólica de la unidad del Estado y de la neutralidad política, las funciones vagas de árbitro y moderador, el mando supremo de las fuerzas armadas (que están a las órdenes del Gobierno), la representación máxima en las relaciones internacionales, y, siempre, la obligación inexcusable de sancionar las leyes (firmarlas para que se publiquen en el BOE). Ese es el papel de la Corona, según la Constitución.
Ese papel simbólico choca con la nada simbólica inviolabilidad de la persona del Rey, que no está sujeto a responsabilidad, y el aún menos simbólico secretismo sobre su patrimonio y sobre sus negocios (si es que los tiene, que no es público). Y ese papel de árbitro (de neutralidad, de imparcialidad, de justicia equidistante) chirría cuando parece que pudiera haber trato de favor con su hija en el asunto de Nóos evitando que sea citada ni siquiera para declarar -menos aún como imputada-, o cuando la Reina consorte hace públicas alegremente sus opiniones político/morales -nada neutrales-. Y en cuanto a la representación internacional, casi mejor ni entrar en ello después de aquella cacería mezclada al parecer con otros asuntos personales muy privados.
Un Presidente de República podría tener exactamente el mismo papel que el Rey como Jefe del Estado y exactamente los mismos problemas. La diferencia, claro, es que en una situación similar a la que actualmente está el Rey no estaríamos hablando si conviene que abdique en su heredero o no (como la Reina de Holanda acaba de hacer, aunque no por problemas), ni estaríamos pendientes de su decisión personal. Simplemente esperaríamos a las siguientes elecciones para elegir a otro y la decisión sería nuestra, de la mayoría de los ciudadanos.
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