[El artículo es antiguo, de septiembre de 2009, pero he querido recuperarlo al hilo de las permanentes injerencias de la Conferencia Episcopal para que se legisle para todos con los criterios de algunos (de ellos), sean muchos o pocos. Raztinger dijo lo que dijo, pero a la vista está que no le hicieron ni caso -en esto-. A ver qué hace y dice en estos asuntos el jesuita argentino]
Los humanos somos animales raros. En vez de nacer dotados
con las destrezas necesarias para sobrevivir, nacemos desvalidos y
prácticamente inútiles, desajustados permanentemente con el medio en que vivimos.
La inteligencia en todas sus dimensiones (de comprensión, de análisis, de
anticipación, de suposición, de resolución de problemas, etc.) es la que nos ha
permitido, y nos permite, transformar y habitar el mundo haciéndolo propio.
Entre esas capacidades raras, los humanos tenemos la de
creer. Creer es dar por cierto algo que no sabemos con seguridad, pero que nos
parece tan verosímil y probable que estamos persuadidos de ello. No sabemos con
certeza, por ejemplo, si mañana viviremos o no, pero vivimos como si fuera cierto que mañana
estaremos vivos. Y entre las innumerables cosas que creemos hay una de
especial complejidad y rareza: la creencia en lo divino (entendido como lo
supremo al hombre, en cualquiera de sus formas). Desde el panteísmo (todo es
dios / dios es todo) hasta el ateísmo (no hay dios) son muchas las formas en
las que los humanos expresamos esa creencia: animismos, politeísmos,
monoteísmos, agnosticismos, ateísmos, etc.
Todas éstas son, a fin de cuentas, expresiones de las
diferentes opciones espirituales que los humanos tenemos. Ninguna de ellas
cuenta con el apoyo irrefutable de la prueba, y todas ellas dan por cierto
aquello en lo que creen: que las cosas son dioses, que los dioses son distintos
de las cosas, que sólo hay un dios, que no hay juicio posible sobre lo divino,
o que no hay ningún dios.
Los humanos, probablemente por el desvalimiento con que
nacemos, nos agrupamos y vivimos en comunidad. Y nos organizamos para vivir en
ella. Tanto, que Aristóteles (en su Politeía,
1253ª14) escribió que el que no puede
vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro
de la polis [de la comunidad organizada],
sino una bestia o un dios. O sea, que en esa comunidad inevitablemente
estamos todos, sea la que sea nuestra opción espiritual, y aún antes de
tenerla.
El laos es esa
comunidad anterior, esa agrupación de humanos antes de cualquier división,
antes de cualquier ordenamiento particular y, en ese sentido, común a todos y
neutral con todos. Y ese es exactamente el sentido del laicismo: la comunidad
de todos neutral con todas las opciones espirituales. Claro que habitualmente se expresa ese laicismo como la
separación y la no injerencia mutua del Estado y la Iglesia, pero es algo más
que eso: es la neutralidad del Estado en lo que concierne a las opciones
espirituales de los ciudadanos.
El Sr. Ratzinger, en su Carta-encíclica Deus caritas est (Palabra, 2006, pág.58) parece entender bien la
cuestión cuando dice: La iglesia no puede
emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más
justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. (…) La sociedad justa no puede ser obra de la
Iglesia, sino de la política. Por supuesto que exhorta a los creyentes en
su misma fe para que intervengan en esa política: Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera
persona en la vida pública (pág.60).
Si la laicidad positiva
(o abierta) de la que ha hablado en París el Sr. Ratzinger es ésa, bienvenida
sea: que los creyentes de cualquier opción participen en la vida pública en primera persona (yo, uno mismo), como
ciudadanos y que la Institución no intente sustituir
al Estado. Cuando la Conferencia Episcopal (o los Cardenales u Obispos
particularmente) afirman que los Parlamentos (las únicas Instituciones del
Estado legitimadas para legislar) no pueden legislar sobre tal o cual asunto
porque atenta contra la moral natural están intentando sustituir
al Estado. Podrán decir, como ciudadanos, que tal ley es mala, o que atenta
contra los principios de su moral,
pero no que el Parlamento no puede legislarlo. El Sr. Ratzinger (más agustiniano que tomista –y por ello
más platónico que aristotélico-) sabe bien que en la Ciudad de dios también habitan miembros activos de la Ciudad de los hombres.
* Publicado en ElPlural.com. Opinión. Vaca Multicolor. 16.09.2009