Aún no es posible saber si lo que está pasando en Europa desde 1989 (la caída del Muro en noviembre del 89; la reunificación de Alemania en el 90; la disolución de la Unión Soviética entre el 90 y el 91; la disolución de Checoslovaquia en el 92; las nuevas guerras en los Balcanes y la desintegración final de Yugoslavia entre el 91 y el 2004; etc.) son o no episodios de esa guerra civil europea que comenzó en 1914 (o en 1870). No es posible porque es históricamente pronto. Menos aún es posible saber -porque aún es más pronto- si la crisis de 2008 que estamos viviendo es otro capítulo más de esa misma contienda.
Que los cuarenta y cuatro años de estabilidad y crecimiento (siempre relativos, sin duda) que hubo en Europa entre 1945 y 1989 se han terminado definitivamente sí parece claro. Tan claro como que hay hoy un nuevo mapa geopolítico (y geoeconómico) en el que Europa no tiene el papel relevante que hasta entonces tuvo. Así se entienden mejor el euroescepticismo británico, el empeño alemán por controlar toda Europa y la perplejidad -la debilidad- francesa al quedarse sin papel protagonista en la función.
Puede que el neoliberalismo (Thatcher, Reagan y sus herederos ideológicos en toda Europa) haya entendido mal la historia al entender esos cuarenta y cuatro años simplemente como una tregua en su batalla particular contra el socialismo; que la unidad de Europa -en realidad, la unidad de los mercados- pasaba por la unanimidad ideológica. Pero ya sabemos qué pasa en Europa cuando se intenta imponer una ideología. Más aún si tiraniza y machaca a la gente.
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