[Casi como continuación de la entrada de ayer, recupero éste de diciembre de 2010 porque anticipa bien lo que después pasó -aunque no era difícil preverlo- e insiste en lo que, desde mi punto de vista, no se debe hacer]
Durante los
seis años que median entre el 11 de abril de 2004 y el 12 de mayo de 2010 la
línea argumental de la política del Gobierno fue deliberadamente el republicanismo del profesor irlandés
Philip Pettit. Frente a la
clásica distinción entre libertad
negativa (la libertad como ausencia de obstáculos o como espacio de
no-coacción o libertad de) y libertad
positiva (la libertad como autonomía personal o como condición de
participación o libertad para) que desarrolló el profesor Isaiah Berlin, el
republicanismo de Pettit se centra en la libertad republicana o libertad como no-dominación: la
eliminación de impedimentos para posibilitar la participación ciudadana en
condiciones de igualdad de quienes están en posición vulnerable.
Las leyes
emblemáticas de esos seis años van exactamente en esa dirección: la Ley de
Igualdad, la Ley contra la violencia de género, la que permite el matrimonio
entre personas del mismo sexo y lo que se deriva de ello, la Ley de Dependencia
o la Ley de Memoria histórica, por ejemplo, no hacen sino proteger y extender derechos
reconocidos para todos pero de facto impedidos para algunos, eliminando
obstáculos físicos, sociales o culturales a través de la ley.
Que esa
extensión de derechos y libertades genera gastos para el Estado es evidente. Que
en este tiempo de crisis financiera, económica y productiva es una política
difícil de llevar a cabo y aún más difícil extenderla, es igualmente obvio. Tan
obvio como que ese modo de entender la libertad es abiertamente contrario a las
tesis neoliberales de reducir el papel y el gasto del Estado. En ese sentido,
sí es posible entender esta política como de izquierda, coherente con las tesis
socialdemócratas (y socialistas), y como un nuevo desarrollo del Estado de
Bienestar.
Pero algo se
quebró en aquella semana del 12 de mayo pasado, cuando el Gobierno comenzó a
anunciar las duras medidas para recortar el gasto y el déficit del Estado.
Desde ese día, nuevas medidas de recorte se han ido sucediendo y nadie descarta
que aún puedan anunciarse algunas más.
Parece que
el Gobierno, apurado por la situación financiera y económica, ha decidido
aparcar su republicanismo y, rendido
ante las presiones políticas y económicas del neoliberalismo dominante, echarse
en brazos de una realpolitik
económica.
Y tres son,
al menos, los problemas que se derivan de ese cambio: el primero, que
identifica la situación político-económica actual con la realidad
político-económica, proyectándola invariable hacia un futuro supuesto pero no
conocido; el segundo, que las decisiones de esa realpolitik son abiertamente contradictorias con el republicanismo practicado hasta ahora y,
más allá, con las políticas socialistas en general; el tercero, que esa contradicción
desconcierta y confunde a los votantes socialistas que, posiblemente,
preferirían la insumisión y no el sometimiento.
Es en este
contexto en el que se habla de la posible sustitución Zapatero, incluso antes
de la convocatoria electoral, y se barajan nombres para reemplazarle (desde
Rubalcaba a Bono, desde Blanco a Chacón, desde alguno de los líderes regionales
a un tapado). Sin embargo,
creo que el problema no es de nombres, sino de políticas: de nada serviría que
Zapatero fuese sustituido por uno u otro si su sucesor insistiera en políticas
similares a las que hoy mantiene el Gobierno, por mucho y bien que las
explicara, porque son precisamente esas políticas las que están alejando al
electorado.
* Publicado en ElPlural.com. Tribuna Libre. 19.12.2010
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