Lo decía hace unos días de Salvador Victoria, del PP, y lo dijo hoy del ministro del Interior, Fernández Díaz, del PP: seguro que no es idiota y sabe lo que dice. Por ejemplo, sabe que el argumento que ha dado en contra del matrimonio homosexual es una idiotez, una soberana estupidez, que se podría hacer extensivo al celibato: no garantiza la pervivencia de la especie. ¡Valiente memez!
Con lo facilito que es reconocer que habla como ciudadano y desde su condición de creyente de una determinada fe -el cristianismo católico- y que ese tipo de unión es contrario a sus creencias. Pero, claro, resulta que este creyente es ministro y parece que o bien no distingue muy bien los dos papeles (el de ciudadano/creyente y el de ministro) o, peor aún, que voluntariamente mezcla ambos papeles queriendo como ministro de Interior hacer proselitismo de sus creencias religiosas e imponer criterios estrictamente privados (su fe religiosa) a su ejercicio público (que lo es para todos, creyentes de su fe o no).
Mi ministro del Interior se permite el lujo de decir en público que la negación de Dios lleva a organizar la sociedad prescindiendo de la dignidad humana. Y como seguro que no es idiota, insisto, entenderá perfectamente bien qué le parecería que yo mismo, como ministro del Interior (cosa que no ocurrirá jamás, por cierto) le dijera que involucrar a dios en la organización de la sociedad va en contra de la dignidad humana. Pues eso.
Un amigo, buen estudioso del laicismo, me comentaba hace unos años: la iglesia católica y sus creyentes, en general, son partidarios del laicismo solo en los países donde están en patente minoría, pero donde se sienten fuertes, son antilaicistas furibundos. Y tenía razón (y razones).
Vaya gobierno tenemos: los unos, fundamentalistas del neoliberalismo; los otros, fundamentalistas del nacionalcatolicismo; los de más allá, ambas cosas. Vaya tropa, como dijo el invisible que no cita al innombrable.
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