La práctica
universalización de la llamada economía de mercado (eso que antes se llamaba
capitalismo) sin duda ha aportado grandes avances y beneficios en muchas
sociedades durante los dos últimos siglos: desarrollo y bienestar económicos,
sociales, tecnológicos, culturales, etc. Poco a poco, sociedades desde esos
puntos de vista atrasadas, se han ido
incorporando al sistema económico imperante y han ido resolviendo o reduciendo
tal retraso.
En Europa el pacto socialdemócrata (inicialmente en
los países del centro y del norte) a partir de la segunda mitad del siglo
pasado nos llevó al llamado Estado del
Bienestar (o Estado Social y Democrático de Derecho): a cambio de no
cuestionar las bases del sistema de libre mercado y de mantener la paz social,
los Estados capitalistas asumían la tarea de garantizar la protección social
(sanidad, educación, subsidios, etc.) de los ciudadanos. El resultado fue un
altísimo nivel de desarrollo y de protección social que en España llega con
claridad solo a partir de nuestra incorporación a la Unión Europea (de la misma
manera que en la Europa del Este se ha producido desde la caída del muro en
noviembre del 89 y las sucesivas incorporaciones de algunos países a la Unión).
Durante estos
años de desarrollo, el mundo capitalista y desarrollado, sin embargo, ha mirado
para otro lado sistemáticamente para no ver el hambre, la pobreza y la miseria
que el propio sistema provoca en una enorme parte de la población mundial. Y
frecuentemente se ha culpabilizado a esa misma gente de estar en la situación
que están (por no modernizar su sistema económico, por tener gobiernos
corruptos, por su ineficacia e ineptitud). Curiosamente, cuando parte de esa
población antes marginada del sistema se ha empezado a incorporar a él (esas
sociedades que hoy llaman economías
emergentes), el propio sistema se resiente: subidas disparatadas de
carburantes, servicios y alimentos, restricción del crédito, problemas
financieros, etc. De forma que no es muy difícil de entender que el propio
sistema capitalista se resiente cuando los pobres dejan de serlo (o empiezan a
dejar de serlo).
Los gobiernos
liberales (o neoliberales, o ultraliberales, o conservadores, o
neoconservadores –los neocon-) no han
tardado en proponer sus recetas para superar cuanto antes de la nueva
situación: adelgazar al máximo al Estado; menos impuestos y, consiguientemente,
menos gasto social, menos protección, más competitividad (que el mercado
regule). O, lo que es lo mismo, volver a los orígenes: que la base sea, cada
vez más, la propiedad y la iniciativa privadas (enmascaradas a veces como gestión
privada de los recursos del Estado, o como gestión indirecta).
Se suma a todo
el embrollo el fenómeno de la inmigración masiva de las personas que buscan una
vida mejor en las sociedades desarrolladas, y, ya instalados en ellas,
trabajando y contribuyendo, reciben los beneficios de la protección social. Y
los gobiernos liberales de nuevo responden: más trabas a la inmigración, menos
cobertura social, horario laboral más largo, etc.
Si, como parece,
el liberalismo está cuestionando aquel pacto socialdemócrata, seguramente será
sensato que la izquierda también lo cuestione. Si hoy se pone en entredicho la
protección social del Estado, quizá sea oportuno poner en solfa los pilares de
la economía de mercado y subrayar las contradicciones del sistema. La historia
es muy larga. Y el pensamiento único, por más extendido que pueda estar, por
inimaginable que pueda resultarnos otro distinto, no es único. La izquierda
tendrá algo que decir.
* Recupero el artículo, que es de mayo de 2011, porque apenas abría que cambiar un par de frases para que fuese completamente actual. Entonces quedó inédito.
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